La unidad no significa pensar igual

El alto número de precandidaturas presidenciales en las fuerzas de oposición indica un alto interés por lograr el liderazgo democrático para derrotar a la derecha en las elecciones de fines de año, pero también confirma la preocupante dispersión del arco de izquierda y centroizquierda existente en Chile.

De mantenerse este escenario puede volver a ocurrir la tragedia que distorsiona totalmente la situación nacional: que la derecha siendo minoría en el país consiga ganar la elección presidencial, como ocurrió con Piñera, el año 2017.

En esa ocasión, hubo en la oposición distintas opciones que, envueltas en un clima de triunfalismo, compitieron entre sí en la primera vuelta, casi todas ellas aceptaban dar su apoyo a quien pasara a la instancia final. Pero, del dicho al hecho hay mucho trecho, las rivalidades provocaron que la candidatura qué pasó a segunda vuelta tuvo un formal apoyo de parte de sus teóricos aliados y ninguno de otros, terminando su campaña con los mismos con que empezó y escasas nuevas incorporaciones.

En los meses de contienda proselitista previos a la primera vuelta, el esfuerzo para captar a un electorado que se mueve en un espacio sociocultural compartido o cercano a las diversas postulaciones genera ingratas disputas, se ahondan retóricamente las diferencias y surgen fracturas políticas injustificadas, hechos que no se sanan en las cortas semanas antes de la segunda vuelta. En suma, involuntariamente, se facilita la ruta al poder de la derecha.

Por eso, la soberbia agudización de las diferencias no es el camino a la victoria, por mucho que se diga que se trata de afirmar la identidad de cada partido, lo habitual es que ese objetivo se transforme en un nocivo sectarismo partidista.

Lo que la derecha no tiene como apoyo social lo consigue fomentando la división de sus adversarios. Este fenómeno ocurre desde tiempos inmemoriales. Se alimenta la errada idea que el grupo o formación en que se participa o cada cual milita es el único y absoluto depositario de la verdad. Peor aún, que aquellos que no aceptan esa verdad son aliados dudosos que pueden devenir en adversarios.

Así se exalta lo particular que contradice y daña el interés general. Por una parte, las consignas ultra revolucionarias o el arrogante sesgo partidista de otra, por rimbombantes que sean no conducen a la formación de las mayorías sociales y políticas públicas necesarias para vencer. El ciego proselitismo conduce a la derrota; la amplitud no es debilidad sino que fortaleza.

Por el contrario, esas conductas reducen y aíslan a la izquierda, sus partidarios pueden solazarse que son puros e incontaminados, pero la transformación social requiere de amplias y duraderas mayorías nacionales. Hay que asumir que la irresponsabilidad discursiva produce un grave y profundo daño a la causa común.

Por eso, nada fortalece más la identidad y la proyección de un partido político de izquierda que la altura de miras y la amplitud de su convocatoria y de los procedimientos que se usen para configurar una alternativa que esté en reales condiciones de competir por el poder. Así se cumple con la defensa de los intereses populares articulados, adecuadamente, con el interés nacional.

Nada más estéril que intentar obligar a que se acepte e instaure una sola manera de pensar, eso es imposible, de lo que se trata es que diferentes criterios, enfoques y comprensiones de la realidad se reúnen tras objetivos compartidos, la unidad es el entendimiento de opciones diversas pero que se encuentran necesarias de confluir en una determinada etapa histórica.

En consecuencia, al crearse un espacio de colaboración no puede ser que so pretexto de la lucha ideológica o la pureza de los postulados doctrinarios, se entienda fecunda la descalificación a una de las partes; esa conducta utilitaria es un absurdo.

La consecución de los propósitos acordados obliga al respeto entre quienes persiguen esas metas, no hay cooperación posible si se instaura el ninguneo y el menoscabo entre los participantes del esfuerzo común.

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