Las enseñanzas que nos deja Aylwin

La partida del Presidente Aylwin ofrece la posibilidad de poner atención en las enseñanzas políticas que nos dejó como gobernante. Ello implica sopesar las complejas circunstancias en que Chile inició su tránsito de la dictadura a la democracia, y reparar en lo determinante que fue el tipo de liderazgo integrador que encarnó Aylwin para que ese tránsito se materializara sin nuevos desgarramientos y sorteando los riesgos de involución. Era indispensable que el régimen de libertades demostrara superioridad a los ojos de los chilenos, y ello dependía de que se asociara con una experiencia de buen gobierno. Esa fue la exigente tarea de Aylwin y las fuerzas de la Concertación, y los frutos hablan por sí solos.

En estas horas, ha sido muy instructivo para las nuevas generaciones conocer las vivencias y reflexiones de los antiguos colaboradores del mandatario, como también de quienes fueron sus adversarios.

Unos y otros coinciden hoy en valorar la conducción serena y lúcida de Aylwin en una etapa de la vida del país en la que se requería articular las convicciones con el realismo, la voluntad transformadora con la necesidad de estabilidad.

Ello fue particularmente difícil puesto que el gobierno democrático inició su tarea con poderes constitucionales limitados y teniendo que aceptar que el dictador continuara como comandante en jefe del Ejército. En este terreno fue remarcable la habilidad política del mandatario para hacer valer progresivamente su autoridad ante las FF.AA. y conseguir que el país caminara hacia la preeminencia del poder civil.

Nada fue sencillo. Aunque servían de referencia otras experiencias de transición, como la de España, había que resolver los problemas específicos de nuestro país, definir la manera concreta de avanzar hacia la paz y el derecho, la libertad y la solidaridad.

Aylwin no tuvo dudas de que, para asegurar el éxito de la transición, debía impulsar una política que no se conformara con dar testimonio, sino que fuera eficaz para mejorar las cosas, lo cual, en aquellos días implicaba resolver asuntos tan esenciales como terminar con la arbitrariedad y los abusos, asegurar el respeto de las garantías individuales, abrirle paso al pleno ejercicio de las libertades, garantizar el pluralismo ideológico y político, hacer retroceder el miedo, posibilitar en fin que hubiera de nuevo un Estado de Derecho.

Junto a ello, había que enfrentar la pobreza de casi el 40% de la población, atender las agudas carencias en salud, educación y vivienda. Y había que hacerse cargo de las terribles heridas dejadas por la represión pinochetista.

Muchas personas han destacado la integridad moral de Aylwin, y su capacidad de expresarla con coraje. Así quedó de manifiesto en su decisión de constituir, en abril de 1990, un mes después de asumir, la Comisión de Verdad y Reconciliación, conocida después como Comisión Rettig, que investigó y documentó las violaciones de los derechos humanos con resultado de muerte. Al tomar esa decisión, algunos de sus cercanos consideraron que era una medida temeraria, puesto que ponía a los militares ante la perspectiva de tener que responder por tales violaciones. No obstante, Aylwin dio ese paso, y los hechos le dieron la razón.

La transición no habría podido avanzar si la sociedad chilena no pasaba por ese doloroso trance. El informe Rettig permitió develar la historia de los crímenes que no podían repetirse en Chile y puso las bases para las medidas de reparación y la acción de la justicia. Hoy sabemos que, pese a las restricciones impuestas por la ley de amnistía, fue posible procesar y condenar a muchos más agentes de la represión de lo que cabía imaginar entonces.

El proceso democratizador pudo haber enfrentado dificultades mucho mayores y hasta verse interrumpido si el gobierno de Aylwin no hubiera aplicado una política económico-social que tuviera los pies en la tierra y que partiera de lo que existía.

El comienzo de la transición coincidió afortunadamente con un ciclo de expansión económica que comenzó aproximadamente en 1987, pero las fuerzas de centroizquierda tenían que demostrar de todos modos que podían gobernar con buen criterio y no llevar al país al descalabro.

El gobierno de Aylwin llevo a cabo una reforma tributaria y una reforma laboral, y al mismo tiempo alentó el crecimiento económico y estimuló la inversión. A diferencia de lo que pasó en la transición en Argentina, nuestro país aseguró los equilibrios macroeconómicos, en primer término neutralizar el peligro de hiperinflación, lo cual fue decisivo para reducir la pobreza e implementar políticas de inclusión. La fórmula “crecimiento con equidad” sintetizó una visión que, como hoy nos consta, permitió inaugurar una etapa de sólido progreso.

Aylwin contribuyó a restablecer el diálogo y el respeto entre quienes piensan distinto, lo cual fue la base del reencuentro nacional después de tan duras divisiones. Ello pudo haberse frustrado por la acción de los grupos armados que llevaron a cabo numerosos actos terroristas en la primera etapa. El gobierno democrático consiguió desarticular a esos grupos sin decretar estados de excepción ni debilitar las garantías individuales.

Desde los días de campaña, Aylwin se propuso ser el Presidente de todos los chilenos. Hoy lo reconocen casi todos los sectores. Hay allí una lección fundamental. La verdadera democracia exige gobernar para todos, no solo para los partidarios. El régimen democrático puede erosionarse gravemente y hasta derrumbarse como consecuencia de los efectos perniciosos del sectarismo y el espíritu de trinchera. Es esencial que el gobernante democrático defienda con energía el interés nacional por encima de las consideraciones partidistas.

El legado de Aylwin debería ayudarnos a mejorar la política de hoy, a dotarla de nobleza. El país necesita que la política recupere la confianza de los ciudadanos, para lo cual los partidos deben democratizarse a fondo y el Congreso convertirse en un espacio de rigor republicano y trabajo bien hecho. No podemos transigir frente a la demagogia, que es una forma de engaño a los ciudadanos.

Recoger las enseñanzas de Aylwin implica bregar por los grandes acuerdos y los cambios graduales. Ningún sector es propietario de la verdad ni siquiera si obtiene la mayoría de los votos en una elección. La democracia se basa en el respeto de la ley de la mayoría, pero también en el respeto de las minorías. Y no hay que olvidar que las mayorías y las minorías cambian. Por eso, tenemos que impulsar políticas públicas que sean duraderas, que no dependan de los cambios de gobierno. Las reformas deben estar concebidas de un modo que trasciendan a los gobiernos, lo cual depende de que produzcan beneficios tangibles.

La lección mayor del gran estadista que nos deja es que la democracia no se sostiene si no la defendemos consecuentemente. Tenemos que esforzarnos por perfeccionarla y evitar meterla en un atolladero.

Eso implica, en primer lugar, rechazar la violencia sin ambigüedades, cualquiera que sea la causa que se levante para justificarla. Por desgracia, nuestro país enfrenta de nuevo un duro desafío en este campo. Nada mejorará en La Araucanía por esa vía, ni para el pueblo mapuche ni para el resto de los chilenos. No podemos aceptar el principio desquiciado de que el fin justifica los medios. Las leyes deben protegernos a todos.

Aylwin ha entrado en la historia con todos los honores. Los merecidos homenajes que se le tributan en estas horas hacen pensar que, pese a todo, los chilenos hemos aprendido cosas esenciales en el camino. Necesitamos inspirarnos en el ejemplo de integridad y sobriedad que él representó, en su noción de la política como servicio, en su espíritu de justicia, en su compromiso con la cultura de la libertad, en su defensa de los derechos humanos.

¡Gracias, Don Patricio!

Desde Facebook:

Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado