Migración, la casa y el ladrillo

 “Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo para mostrar al mundo como era su casa”. Bertolt Brecht

Cuando en 1939 Pablo Neruda, con el apoyo del gobierno de Pedro Aguirre Cerda, gestionó el viaje del Winnipeg a Chile, trayendo consigo a 2 mil españoles que escapaban de la guerra civil, parte de la prensa y los sectores políticos conservadores de la época se opusieron a esta migración, argumentando que “si los refugiados no hubieran cometido crímenes ni delitos no huirían hoy de la justicia de Franco, ni hubieran tenido que salir de España”.

Se dijo entonces que el perfil de los refugiados era el de “asesinos, saqueadores de templos, violadores de monjas, anarquizantes en el orden político, peligrosos socialmente”, agregando además que “por ningún motivo se podría aceptar la llegada de pensadores ni estudiosos españoles que pudieran interferir en el desarrollo del intelecto nacional”. 

Aunque parezca increíble, agitar el mismo miedo de ayer, es lo que algunos están haciendo hoy. Los argumentos son también los mismos: la eventual peligrosidad social de quienes llegan a Chile y el que ocupen puestos de trabajo que podrían ser para chilenos.

Sin embargo, tras escuchar algunas propuestas para enfrentar este fenómeno, queda más claro que el temor es otro. Como dice Milena Vargas en su columna “Los indeseables”, podríamos creer que estas manifestaciones “se tratan solo de racismo y xenofobia, (pero) esconden una realidad aún más triste para los propios nacionales, el problema no es solo de raza o nacionalidad, el problema real es su pobreza”.

Y aunque es cierto que el fenómeno migratorio hacia nuestro país se ha incrementado sostenidamente, no se trata en absoluto de un proceso nuevo. El mestizaje está en el ADN de la república. Ahí están los migrantes palestinos, croatas, chinos, españoles, vascos, ingleses, y alemanes, solo por nombrar algunos de los países o pueblos que integran y aportan a nuestra identidad. Lo que al parecer les molesta a algunos es que por encima de ese sobredimensionado perfil europeizante, ahora se acentúen los genes indígenas y afrodescendientes, con la presencia de jamaicanos, haitianos, peruanos, bolivianos, cubanos, venezolanos y colombianos.

Y decimos se acentúen esos rasgos, porque ya están en nuestros genes. Solo citar como ejemplo el trabajo de los historiadores Carmagnani y Klein, quienes en un estudio de 1965, demostraban documentalmente que entre 1777 y 1778, la población negra de lo que hasta entonces era Chile, ascendía en promedio al 12%, llegando al 20% en la zona de Coquimbo y a un 18% en Santiago, disminuyendo a menos de un 10% en las regiones más australes.

Entonces pareciera ser que asistimos a un debate que no es sobre la migración y la necesidad de actualizar la legislación pertinente, sino más bien sobre un nuevo ciclo de resistencia de los sectores más conservadores de la sociedad ante un cambio de ciclo o de paradigma de integración humana en el contexto de la globalización.

Porque prefieren seguir contando historias sobre las migraciones inducidas por gobiernos del siglo pasado o antepasado, especialmente en el sur de Chile -que por cierto fueron y son un aporte- antes que lo que algunos más delirantes denominan como la “raza chilena”, se vea contaminada por pieles morenas, en una versión más racista y xenófoba de “los ingleses de América” que les tocó vivir en un “mal barrio”.

Son los mismos que defienden la libre circulación del dinero, pero proponen límites a la circulación de las personas. 

Por eso, apostando a la construcción de imaginarios discriminadores y excluyentes, insisten en hablar de “migrantes” cuando se trata de latinos y de “extranjeros” cuando se  trata de europeos. Por eso, insisten en que el tema es la seguridad y la delincuencia, pero solo para los primeros, porque los otros son en su mayoría “prósperos empresarios” que invierten y aportan al país. Por eso, quieren prohibir el ingreso a quienes “tengan antecedentes”, pero quieren impedir la expulsión del muy extranjero cura pedófilo John Reilly.

Después de más de 200 años de vida republicana, al parecer todavía no se logra entender, o se entiende cada vez peor, que la diversidad territorial y humana de Chile es una fortaleza y no una debilidad. Que el mundo no es homogéneo. Que nosotros tampoco nunca lo fuimos, porque ni siquiera los pueblos originarios que están en la base de Chile eran similares entre sí. Que ser pascuense, aymara, mapuche, ecuatoriano, español, árabe o coreano, no es un problema para nuestra sociedad, aunque ciertamente su integración no pasa tampoco por reducirlos a bailes o comidas típicas.

El Chile de este siglo será una síntesis de todos quienes vivimos en su territorio, sin importar su origen genético, ni su color de piel, ni su idioma. Porque en distintos momentos de nuestra historia y por diversas razones, supimos de la hospitalidad fraterna de muchos pueblos de todos los continentes para los miles chilenos que hasta hoy aportan en distintas latitudes. Porque también hemos sentido el orgullo de haber sido, muchas veces, “el asilo contra la opresión”.

El Chile y el mundo que ayudamos a construir, no se hace discriminando y excluyendo, sino integrando y compartiendo. Porque como dice Brecht, los chilenos que han vivido fuera y las personas que han llegado a vivir a Chile siempre portaron consigo el ladrillo “para mostrar al mundo como era su casa”, esa casa común de los seres humanos, que se edifica con respeto y dignidad. Porque el fenómeno migratorio en todos los tiempos se ha tratado de eso, de compartir la casa y el ladrillo.

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