No hay espacio para la indiferencia

La derecha más ideologizada y autoritaria ha intentado convencer a Chile, desde que Pinochet se entregó a los "Chicago boys", es decir, durante ya casi cinco décadas, que los grandes desafíos del país se iban a resolver mediante el establecimiento de un orden económico-social autoritario bajo el imperio pleno y definitivo del libre mercado.

Este fenómeno se extendió a América Latina en su conjunto, a través de las dictaduras mal llamadas de la "seguridad nacional", que implantaron la más cruenta represión para imponer el modelo neoliberal. Fue el paraíso de los poderosos, la opresión de las libertades y el saqueo de la riqueza de las naciones. Los años 70-80 serán los más terribles de la historia de América Latina.

A ello, en la última década del siglo pasado, se sumó el colapso de la ex Unión Soviética y del grupo de Estados que sostenían el modelo de sociedad denominado el "socialismo real". El impacto internacional de ese suceso facilitó el despliegue de las fuerzas ultraconservadoras, acelerando un proceso de globalización que propició la más aguda desigualdad hasta el último rincón del mundo.

Asimismo, el Estado del bienestar social, implementado en la mayor parte de la Europa occidental de entonces, afrontó severas dificultades de financiamiento y apoyo social en el movimiento democrático que lo había sostenido, generando fuertes tensiones en los partidos socialistas y socialdemócratas que habían desarrollado esa experiencia.

De modo que en ese período, inicios de los '90, pareció que la opción socialista estaba cancelada definitivamente o por un tiempo indefinido, los depredadores del ser humano en los cinco continentes se sentían en el paraíso y se instaló una cultura de abusos, discriminación y exclusión social que marcó a fuego el tipo de globalización imperante en las primeras décadas del siglo XXI.

La transición chilena se inició cuando ese cambio global se extendía mundialmente; en Chile, la Concertación tuvo la tarea de poner término al terrorismo de Estado y superar las crueldades y deformaciones estructurales más aberrantes del pinochetismo, así fue que logró superar drásticamente la pobreza extrema y crear la voluntad de superar la desigualdad más extrema, pero en sus filas apareció la autocomplacencia y el conformismo y el proceso democrático de cambios vio debilitado su empuje inicial.

Fue un escenario con la derecha abultada ilegítimamente en su representación parlamentaria por los senadores designados y el sistema binominal, así como soberbia por sus exorbitantes tasas de ganancias, oponiéndose duramente a cualquier asomo de transformaciones sociales, por eso, en el ámbito institucional recién se aprobó el término de los enclaves autoritarios en el curso del año 2005, ese largo trámite generó una transición que no terminaba nunca.

En consecuencia, Chile no iba a escapar o "autoexcluirse" de la globalización con preeminencia neoliberal, con independencia de los esfuerzos de los gobiernos democráticos de la entonces Concertación, o de si estos contaron o no con la voluntad necesaria para frenar y revertir la agudización de la desigualdad estructural en una economía globalizada.

Las repercusiones han sido funestas y serán de larga duración. El empresariado de acuerdo a su conveniencia se auto persuadió que su fuerza era incontrarrestable y que podía hacer lo que le diera gana. Se concretó la cultura del "agarra aguirre", es decir, del individualismo a ultranza que cambió y deformó muy intensa y profundamente a la comunidad nacional.

Hubo una doble soberbia, la derecha rechazó cualquier concesión significativa en aras del "libre mercado" y las fuerzas populares de izquierda y centroizquierda fueron ninguneadas y sus liderazgos presentados como extravagantes, podían incluso ser sinceros, pero estaban fuera de lugar. Obtener dinero fácil pasó a ser la gran medida del éxito en la convivencia social. El despilfarro y la ostentación sus expresiones simbólicas más genuinas. Los pobres fueron concebidos por esa clase dominante como un costo inevitable del correcto despliegue de las fuerzas del mercado.

Las luchas democráticas del movimiento popular que fueron un pilar fundamental para la recuperación de la democracia y sus movilizaciones por la dignidad nacional, los derechos humanos y la justicia social, así como, su huella en la conciencia de la sociedad se vieron sobrepasadas. Incluso fueron denostadas como ingenuas, ridículas o estériles.

Además, como si eso fuera poco, en el último tiempo las malas prácticas de los gobernantes que hacen de la política un negocio para el enriquecimiento individual, sin respeto a nada ni a nadie, han contribuido enormemente a alimentar ese comportamiento mezquino y utilitario en distintas materias, porque su propia actitud conduce al repudio que reciben y al total desprestigio del régimen democrático.

La reciente decisión del Gobierno de otorgar licencias para la explotación del litio lo ratifica. La autoridad lejos de respetar la voluntad popular y posponer hasta la asunción del Presidente electo una materia tan trascendente y delicada para el futuro de Chile se apuró, contra toda prudencia, a privatizar la explotación de parte de ese valioso patrimonio nacional, desoyendo las advertencias de diversas personalidades y expertos. Ahora ve como su porfía lo lleva a los Tribunales de Justicia.

Una vez más, Piñera llenó de sospechas su comportamiento. No le bastó su controvertida conducta en el caso del proyecto minero "Dominga", que incluso provocó la aprobación de una acusación constitucional en su contra en la Cámara de Diputados que no fructificó en el Senado, aun teniendo mayoría, por el alto quórum de 2/3 tercios.

Tampoco le ha sido suficiente la cadena de conflictos de interés que cuestionan irreparablemente su administración, entre ellas, la impresentable incorporación de sus propios hijos como parte de la comitiva que concurría a China con el expreso propósito de abrir áreas de negocios con proporciones y volúmenes de ganancias de ese grosor que le quita el sueño al gobernante.

Así también, agravaron el desencanto social hacia el sistema político, las vergonzosas colusiones empresariales que desnudaron prácticas especulativas y de manipulación de los precios en contra de millones de consumidores de aves, medicamentos, papel higiénico, gas y otras mercancías por parte de mega consorcios que usaron y abusaron en beneficio propio del poder económico y la debilidad del Estado subsidiario generado por la dictadura.

Asimismo, actos de corrupción en las Fuerzas Armadas, Carabineros y la PDI han dañado muy profundamente la confianza de la ciudadanía hacia el Estado. De igual modo, el descubrimiento de la manipulación de pruebas o la práctica de incitaciones por efectivos policiales encubiertos a quemar o asaltar para culpar a personas inocentes durante el estallido social o en otras ocasiones, como el caso de la llamada Operación Huracán, son otro golpe durísimo a la seriedad y responsabilidad con que deben actuar las policías frente al país.

El balance es muy preocupante, grupos y acciones delincuenciales se llevan a cabo en el territorio nacional porque crecen las conductas que desprecian completamente a las personas o los efectos que determinados hechos tienen para la comunidad en su conjunto. Los delincuentes actúan, disparan y matan sin importarles el dolor que producen y el Estado se ve impotente ante la violencia homicida de los grupos mafiosos.

Así, proliferan los delitos, desde bandas que no reparan en alentar la migración de personas que ponen en grave riesgo su vida para cruzar pasos no habilitados, hasta grupos delincuenciales que roban los cables eléctricos de ferrocarriles haciendo imposible su funcionamiento en condiciones de seguridad y normalidad. En el ámbito sanitario hay quienes hacen caso omiso de las medidas preventivas y/o falsifican datos y antecedentes. También el fenómeno del narcotráfico aumenta en volumen y cuantía, causando enorme daño a la población.

Así no se puede seguir. Hay que reponer el espíritu de vida en comunidad. En tal sentido, el rol de las organizaciones sociales es fundamental para unir y fortalecer la comunidad nacional. No se puede vivir sin sentido colectivo. La ley de la selva conduce al fracaso a la nación chilena.

Por eso, pasa a ser gigantesca la dimensión de las tareas del nuevo gobierno y del sistema político en su conjunto, el desafío va mucho más allá de una gestión meramente tecnocrática o administrativa, su alcance es vital para rehacer un sentido nacional que dignifique el país, para lo cual debe contar con un amplio respaldo mayoritario que le permita responder a las esperanzas que esperan una gestión trascendente y transformadora. No hay espacio para la indiferencia.

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