Pensar en Chile

Tuvo gran repercusión en el exterior la demostración de cultura republicana que dio nuestro país luego de conocerse los resultados de la segunda vuelta presidencial al atardecer del 17 de diciembre. Con remarcable civismo, Alejandro Guillier reconoció tempranamente su derrota ante la prensa, y luego concurrió a felicitar a Sebastián Piñera y a desearle éxito en su gestión; el encuentro entre ambos culminó con un abrazo que fue transmitido en directo por todos los canales de TV nacionales y por CNN en español.

Poco después, y también con transmisión en directo, la Presidenta Bachelet se comunicó telefónicamente con el triunfador para felicitarlo y proponerle visitarlo al día siguiente, a lo que Piñera respondió que iba a estar complacido de recibirla a la hora del desayuno. Con razón, un parlamentario argentino dijo que sentía envidia por esta forma de proceder de los chilenos. Hay que recordar que Cristina Fernández ni siquiera le entregó los símbolos del mando a Mauricio Macri hace dos años.

El día del desayuno, Piñera le pidió a Bachelet que autorizara a algunos ministros a reunirse con él para conocer las materias que sus carteras están atendiendo y preparar el traspaso de funciones, a lo que la mandataria accedió.

La fotografía del Presidente electo en reunión de trabajo con el ministro del Interior, Mario Fernández, y el subsecretario Mahmud Aleuy, fue muy elocuente respecto de cómo entender rectamente el funcionamiento del régimen democrático.

Lo mismo puede decirse del encuentro de Piñera con el ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, y con otros ministros. Algunos, que viven calculando las pequeñas ventajas, manifestaron dudas respecto de quién había ganado con estos gestos.

La respuesta es que ganó el país, porque esos gestos contribuyeron a distender el clima de crispación provocado por la campaña electoral y sirvieron para reafirmar el principio de la continuidad institucional. Pero también ganaron Bachelet y Piñera, puesto que demostraron plena conciencia de lo que significa la responsabilidad de Estado.

Desde fines de 1989, hemos elegido a 7 presidentes de la República sin convulsiones ni traumas. Incluso el reemplazo de una coalición política por otra no ha planteado riesgos para la estabilidad institucional. La alternancia en el poder nos parece natural, y a ningún mandatario se le ha pasado por la mente modificar la Constitución para poder reelegirse una y otra vez. Las formas democráticas se han consolidado entre nosotros. No es poco decir, y debemos celebrarlo.

Todos los gobiernos inician su tarea sobre lo ya construido. Nunca se parte de cero. Por cierto que cada gobernante define los énfasis, las enmiendas y las nuevas líneas de acción, pero todos están obligados a hacerlo con el país en marcha, sabiendo que el poder del gobierno es limitado y que el Estado no puede ni debe hacerlo todo.

Muchas actividades poseen hoy una dinámica propia, pero es cierto que las decisiones de gobierno o las leyes que se aprueban pueden entorpecerlas o estimularlas: es el caso de la tarea que llevan adelante miles de emprendedores, que necesitan que el Estado les facilite las cosas.

El Presidente electo ha dicho que pretende gobernar en diálogo con todos los sectores y buscando establecer amplios acuerdos. Hay que valorar tal disposición. Habrá que ver cómo se traduce eso en las iniciativas que impulsará a partir de marzo, pero sin duda que dependerá en primer lugar del Ejecutivo que se abra paso una atmósfera de cooperación.

Ojalá que entre las fuerzas opositoras prevalezca la buena voluntad y el distanciamiento de cualquier forma de obstruccionismo, lo cual, en ningún caso, implica inhibir la crítica. La vida democrática supone la expresión de las diferencias, pero también la voluntad de converger en función del interés colectivo.

La posibilidad de elevar la calidad de la política depende sobre todo de que los partidos trasciendan el partidismo y muestren verdadera preocupación por la suerte del país.

La política incluye la competencia, pero lo deseable es que esa competencia se plantee en el terreno del debate sobre las mejores soluciones para los problemas nacionales. En cualquier caso, necesitamos una sociedad civil activa, ciudadanos críticos, dispuestos a levantar la voz y a pedir cuentas a quienes ejercen el poder.

Es de esperar que el nuevo gobierno articule prontamente una política coherente sobre ciertos problemas sociales que no admiten espera, como la crisis del Sename, la situación de más de 40 mil familias que viven en campamentos, las carencias del sistema de salud, la necesidad de producir un acuerdo nacional sobre la previsión que parta por mejorar las pensiones bajas mediante un aporte estatal, etc.

Un asunto que demanda una política de Estado es el indiscriminado flujo de inmigrantes que llegan a establecerse en Chile sin que exista un sistema que los integre en condiciones dignas y evite su explotación por parte de gente inescrupulosa.

Nuestro país enfrenta hoy las exigencias surgidas de los avances conseguidos. Casi el 65% de la población pertenece hoy a los estratos medios, y quienes dejaron la pobreza en las décadas recientes quieren consolidar los logros de sus familias. No conseguiremos marchar al desarrollo sin erradicar completamente la pobreza. Por eso, es indispensable revitalizar la actividad económica, la inversión y la creación de empleos.

Podremos progresar sobre bases firmes en los próximos años si predomina entre nosotros la idea fundamental de que somos una nación. Ello exige actuar con racionalidad política y rechazar toda forma de fundamentalismo. La lógica de trinchera solo puede causarnos daños.

Con frecuencia, se compara al país con un barco en el que vamos todos. Es válido ponerlo en esos términos, porque ello sugiere que todos estamos vitalmente interesados en que el barco no zozobre.

Esa imagen debemos tenerla presente para perfeccionar el régimen democrático, contribuir a que Chile mejore como comunidad, asegurar que la prosperidad y la solidaridad marchen de la mano, conseguir que los frutos del progreso lleguen a todos.

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