Política, ética y lenguaje

Mariano Ruiz-Esquide
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Después de tantos años en política se aprende a valorar el sentido estricto de las palabras y también su sentido más profundo que proviene de su origen, los siglos de uso en un mundo globalizado y también transformado por la nuevas (hoy no se usa la “ñ”, tampoco las “comas” o los “acentos”). A eso hay que sumar la invasión de idiomas de mayor potencia  territorial comercial o capacidad de difusión que cambia según distintas épocas. 

Hace 500 años  la mitad del mundo conocido hablaba español, hoy, la mitad habla inglés y la otra mitad se ha habituado a una mezcla no siempre comprensible. Hay un lenguaje técnico, uno comercial, uno literario y uno de señas. El último acto nacionalista en EEUU es  la exigencia, en 20 Estados, de hablar sólo en inglés.

Menciono esto porque en política hemos descuidado el uso claro, preciso y correcto de las palabras y conceptos  y de allí nacen los mayores incordios en el debate, porque además, se pronuncian mal y las blasfemias e insultos se usan con distintos niveles de agresión. 

Es cosa de escuchar los debates para entender lo anterior donde la iracundia nace de este idioma así maltratado, y eso es increíble dado el gran número de sinónimos que tiene el español (que no es lo mismo que el castellano). 

Con el concepto que representan las palabras y el lenguaje  sucede lo mismo.  ¿No se dio un golpe militar para salvar la democracia? ¿ No han muerto millones  en nombre de la libertad que usamos como un patrimonio  exclusivo?

Hoy, en nuestro país  y en los partidos políticos sus dirigencias llegan soberbios al poder  porque se les han entregado poderes amplios. Se han sobrepasado las atribuciones de sus bases populares o partidarias. ¿No es esa una de las causas de los berrinches  o enfrentamientos violentos por la prensa? Si todos los dirigentes se creen  en ese poder, obviamente no aceptarán jamás una concesión de sus  puntos de vista para lograr acuerdos.

Esta distorsión no es gratuita, provoca más que debates de fondo al punto de terminar en luchas fútiles, con renuncias o expulsiones y de ahí las candidaturas presidenciales no convencen a los electores y las coaliciones se pulverizan en ocho o diez candidaturas que muestran la próxima elección como un acto liviano que desalienta a los ciudadanos como nunca en cincuenta años. ¡Y eso sí que es peligroso!

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