Por aquí va la cosa

El desafío político más importante de la centroizquierda no consiste en dirimir disputas entre partidos sino, en conjunto, recuperar comportamiento de coalición. En el pasado, la regeneración de la capacidad política de actuar con sentido colectivo, se ha iniciado siempre desde los sectores más responsables de cada tienda política, y esta vez no será distinto.

No se trata de que alguien se vaya. Se trata de establecer un ámbito de cooperación política voluntaria que permita, a cada cual, sentir que hay una efectiva diferencia entre estar dentro y estar fuera.

La definición misma de coalición consiste en contar con actores políticos que confluyen en objetivos políticos prioritarios compartidos. Un conglomerado efectivo se expresa en apoyos disciplinados en situaciones concretas y bien identificadas. Más allá de estos objetivos destacados y seleccionados, sobre lo demás está permitido el debate y hasta el desacuerdo. ¡Por algo son diferentes!

La gracia de los acuerdos en materias sustantivas estriba en que supone vencer dificultades y resistencias. Unirse para gozar del poder y tomarse vacaciones cuando hay que poner la cara a los problemas no es precisamente la descripción de la buena conducta política. Las coaliciones viven del respaldo a sus compromisos.

Tampoco es razonable mantenerse reunidos para que cada cual haga lo que le venga en gana. Dividirse o caer en una indefinición crónica tiene efectos bastante parecidos.

Si el gobierno quiere ayudar a recomponer relaciones entre las organizaciones partidarias que la respaldan, debe dar señales de acoger a todos, y no de optar entre ellos. La ley pareja siempre ha sido la mejor fórmula para mantener la unidad del oficialismo. En caso contrario las querellas no tendrán fin, sino que se reproducirán con mayor fuerza en la primera ocasión que se presente. Y ocasiones para ello habrá muchas.

Es inconcebible un gobierno que, para dialogar con otros, no cuente con el apoyo de quienes dicen respaldarlo. Si, cada vez que se vota, se debe contar de nuevo para saber quiénes somos “nosotros”, no se está en el mejor de los mundos.

Especular sobre las mezquinas razones que llevan a los demás (y sólo a los demás) a actuar como lo hacen es una completa pérdida de tiempo. Lo que hay que hacer con las diferencias es constarlas, detectar los errores cometidos y recomponer acuerdos y compromisos. En otras palabras, hay que volver a darse otra oportunidad unos a otros.

No basta con estar unidos por una administración que termina en poco más de un año. Se necesita querer seguir unidos en vista de un gobierno que comienza, y al cual se puede acceder mediante la unidad interna y la confrontación exitosa con la derecha.

A estas alturas parece evidente que el camino que lleva a permanecer en La Moneda no es el de exacerbar los particularismos y llegar, cada uno como pueda, a una primera vuelta presidencial. Tal comportamiento tendría algún sentido si se considerara ya pérdida la próxima contienda presidencial, y se estuviera pensando en recuperar el liderazgo de la nación en un plazo de ocho años. Pero este modo de pensar es absurdo. No se consiguen victorias preparando derrotas.

Se necesita arribar a una candidatura presidencial común, entre otras cosas porque sin esta confluencia tampoco hay acuerdo parlamentario. Una cosa depende de la otra. Demostraría una inusual ineptitud política colectiva el tener garantizada, por primera vez, una mayoría parlamentaria para la centroizquierda de presentarse unida, y desperdiciarlo por ordenarse tras intereses particulares.

De partida, la condición a la que se puede someter a cualquier aspirante presidencial consiste en que su candidatura debe “flotar” por sí sola. En otras palabras, debe poder sostenerse en sus propios pies, concitar un cierto respaldo ciudadano (aunque sea incipiente) pero que vaya en aumento. De otro modo no representa un camino sino un callejón sin salida.

Pero se gana para gobernar bien, evitando altos grados de incertidumbre. Por eso, no está permitido decir cualquier cosa en campaña. Ser popular es una cosa, ser populista es otra.

Un discurso político anti cúpulas no es lo mismo que un discurso anti política. Ambas cosas tienen sus riesgos, pero no la misma peligrosidad.

Un discurso contra las elites puede ser tan oportuno como oportunista, golpea sobre seguro puesto que tiene audiencia garantizada, pero no por ello deja de provenir de una élite de reemplazo que, tarde o temprano, se revelará como tal. Por eso tiene el riesgo de la insinceridad congénita, y una evidente imposibilidad de ser mantenido como  mensaje identificatorio por largo plazo. Menos después de ganar una elección.

El discurso anti política es otra cosa y peor. Pretende encubrir la inevitabilidad de la representación democrática, adoptando el disfraz de “gente común”. De la impresión de que uno “pasaba por ahí” y –de repente- se encontrara con la realidad de que se está en política activa desde hace años.

Como siempre, de lo que hay que preocuparse es de la consistencia. Hay una reacción sana frente a la acción política cuando es mediocre, que no consiste en otra cosa que en actuar rutinariamente en tiempos excepcionales. Esto no es criticable. Pero lo que no se puede aceptar, porque es un mal mayor a todo lo que hemos visto, es desesperar de la democracia y optar por la demagogia típica del populismo.

La política recluta sus liderazgos desde los más diversos lugares, no siempre de la política misma. Para juzgar a un aspirante a la presidencia lo que importa no es tanto saber desde donde viene sino hacia donde se dirija. Si el rumbo es La Moneda, interesa saber llegar y sobre todo, saber gobernar. Por eso es que el juicio debe ser ponderado y nada prejuicioso.

Por sobre el candidato, la centroizquierda debe confiar en lo que puede hacer en conjunto, y eso se concreta en un programa consensuado. Que llegue a ser representativo depende de todos. El abanderado le dará una impronta que siempre es personal y peculiar, pero la construcción de su arquitectura básica es una tarea colectiva.

Se trata de construir un acuerdo abierto, capaz de interpretar a los potenciales adherentes de centroizquierda de que, hasta hoy, no encuentran razones suficientes para dejar de ausentarse de las urnas. Sin ellos no se ganará.

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