Por qué votar a favor de una nueva Constitución

Estamos, como diría Ackerman, en un momento constituyente. Un momento en que la soberanía de la Nación está llamándonos a acuerdos que influirán decisivamente en la historia de nuestro país.

No lo estamos solamente porque se haya convocado a Plebiscito para deliberar sobre la continuidad de la Constitución de 1980, que defendí por mucho tiempo, desde la academia y desde la política.

Lo estamos porque la Carta hace tiempo que está desfasada, agotada y tácitamente derogada por la ciudadanía. 

Cada 40 o 50 años Chile tiene un quiebre de institucionalidad política. Las Constituciones más relevantes surgieron de aquellas crisis.

La de 1833 con el humo de los cañones de Lircay. Su nueva interpretación, el año 1891, surgió del suicidio de Balmaceda y la guerra civil. La de 1925 con el sonido ensordecedor de los Ruidos de Sables. La de 1980, con el sonido de los aviones Hawker Hunter bombardeando la Moneda. 

A nuestra generación le llegó ahora el tiempo de su propia crisis. Pero a diferencia de las anteriores, tenemos la oportunidad de resolverla no sobre la base de la derrota por las armas de unos sobre otros, sino sobre la base del consenso democrático.

Es por lo mismo que cada día me convenzo más que hoy es el tiempo de una nueva Carta Fundamental para Chile, nacida desde la democracia y no como lo ha sido por 200 años, desde un hecho de fuerza.

Y sí, es cierto que el acuerdo que condujo al plebiscito nació de un día de crisis, un día que la democracia se pudo quebrar. Un día en que pudo haber terminado en un baño de sangre.

A diferencia de otros escenarios, quienes dirigieron el proceso pasarán a la historia como quienes, desde distintas veredas, responsable y democráticamente, pusieron de su parte para buscar una solución política a una crisis grave.

¿Por qué cambiar la Constitución de 1980 y no simplemente reformarla? Porque la sociedad que pretendía representar, cambió. Su modelo, que se extendió por años sobre una base de acuerdo tácito, hoy parece haberse agotado. La crisis de credibilidad de nuestro sistema político evidencia esta realidad.

Más que una discutible ilegitimidad de origen, su problema radica en su incapacidad, dado su concepto original, de responder en forma flexible a los desafíos que la sociedad civil hoy demanda.

Como sociedad no podemos conformarnos con seguir “parchando” la Carta de 1980. Ninguna de las ya innumerables reformas políticas efectuadas al texto Constitucional vigente han alterado realmente la sustancia, el elemento esencial de la Carta Fundamental. Por lo tanto sigue siendo la misma y desgastada Constitución fundada en una sociedad que ya no existe, no da respuesta cabal a los desafíos del siglo XXI.

Han pasado casi 30 años desde el retorno a la democracia, casi 40 desde la ratificación de la Constitución de 1980 y casi 50 desde el Golpe de Estado que la propició. 

La Constitución vigente es heredera del Muro de Berlín. Pero el muro que se requiere derribar hoy ya no es el de la Guerra Fría, sino el de la desconfianza, de la suspicacia de nuestra sociedad en todo y para todo.

Nuestra forma de convivencia social está sustentada en el desengaño, no solo en las instituciones sino en el valor de la convivencia política. Por algo lo político es mal evaluado por la ciudadanía y nadie confía ni en su propio vecino. 

Ni nosotros ni nuestro sistema constitucional podemos seguir evadiendo la realidad.

Casi dos millones de personas a lo largo del país en las calles el 25 de octubre dieron cuenta de una realidad evidente: la gente nos exige un nuevo trato, reflejado en un nuevo pacto político y social. Es tiempo de actuar con responsabilidad y seriedad.

Porque si bien muchos pretenden negar la existencia del momento constituyente, también lo es que muchos podrían creer que la Tierra es plana, o que el fuego no quema.

Las opciones en abril serán dos: o mantener la actual Constitución, que se funda en la suspicacia de la autoridad respecto de la participación ciudadana, u optar un nuevo camino. Nuevo camino que, por cierto, no partirá de cero como algunos pretenden hacernos creer. Los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes son ya un primer límite a hacer tabula rasa.

La tradición constitucional chilena mantendrá normas, reconociendo nuestro republicanismo, que provienen desde antiguo, como aquella que señala que “en Chile no hay esclavos: el que pise su territorio será libre”. Nadie sensato, supongo, pretenderá cambiar eso.

Por cierto, habrá cosas que cambiar. Chile, a mi juicio, requiere una Constitución que nos interprete a todos. Que asegure la primacía de la persona humana por sobre el Estado, la existencia de un Estado Regional, con respeto a los pueblos originales.

Un Estado que combine solidaridad con subsidiarierdad. Una forma de Gobierno semiparlamentaria. Con supremacía de la ley por sobre la autoridad de turno y que garantice la probidad como consecuencia directa de lo anterior.

Que tenga un adecuado sistema de control constitucional de las instituciones y de las leyes, consistente en la existencia de órganos adecuadamente contrapesados entre si, con grados de autonomía.

Que incentive la participación de la ciudadanía por medio de partidos, asociaciones y otras formas de acción colectiva.

Que promueva las libertades en todos los ámbitos y restrinja el poder estatal, que asegure el pleno control civil sobre el poder militar y consigne medios idóneos para el ejercicio y garantía de los derechos fundamentales. 

Quienes, creemos en la libertad estamos llamados a innovar y encabezar el proceso de transformación social desde el acuerdo.

 Por eso votaré a favor de una nueva Constitución el 26 de abril. Porque el Chile que soñamos, ese inclusivo, solidario y de todos, se lo merece y lo necesita. 

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