¿Primera vuelta o media vuelta?

Desde hace ya varios meses, un debate se ha instalado con fuerza en la Democracia Cristiana. En el contexto de la campaña interna que se desarrolla por estos días, la senadora Carolina Goic ha señalado en reiteradas oportunidades que, desde su perspectiva, en el PDC “estamos abiertos a distintos mecanismos” a la hora de enfrentar la futura campaña presidencial que se avecina, sin descartar la opción de llevar candidato propio a primera vuelta y optar con ello por el denominado“camino propio”. En una opción distinta, el Diputado Víctor Torres ha sido categórico en rechazar la posibilidad de un candidato a primera vuelta por “los negativos efectos que tendría para el partido”.

Ahora bien, este debate no es algo nuevo en nuestra historia partidaria. Desde sus inicios la Democracia Cristiana se debatió entre quienes pretendían reforzar la identidad propia y el carácter alternativo del PDC (o de la tercera vía), a la izquierda marxista y a la derecha capitalista que en dicha época imperaban como corrientes de pensamiento a nivel mundial, y entre quienes, liderados por Tomic, creían que era indispensable, manteniendo ese perfil de vanguardia (¡no de centro!) la confluencia con las fuerzas que podían concordar una agenda de cambios, elegir un gobierno que la impulsara y mantener la unidad necesaria para darle gobernabilidad al proceso que se iniciara. Tomic llamó a su tesis “la unidad social y política del pueblo”, la que, si bien fue aprobada por el PDC en varias oportunidades, fue rechazada categóricamente por la izquierda impidiendo la conformación de un gobierno de mayoría, con las consecuencias que todos conocemos.

Del debate se arribó a un acuerdo, que se fue consolidando, no sin dificultades, con la constitución de la Alianza Democrática en primer lugar, y la Concertación de Partidos por la Democracia después, pacto que expresó la unidad de las fuerzas opositoras a la dictadura. Pero estas coaliciones también se sustentaron en la convicción de realizar cambios sustantivos al modelo económico y social, lo que permitió generar una alianza electoral y programática que dio 20 años de ininterrumpido progreso en una gran mayoría de aspectos relevantes para el desarrollo de nuestro país.

En relación a esto último, la Nueva Mayoría no es más que la continuidad histórica de la Concertación de Partidos por la Democracia, con importantes fuerzas políticas incorporadas que, en conjunto a las fuerzas ya existentes, entendieron que la sumatoria de nuestras fuerzas eran necesarias para lograr la “unión política y social del pueblo”, dejando de lado las legítimas diferencias para trabajar por un objetivo superior: una mayor justicia social para nuestros compatriotas.

En consecuencia, el debate acerca de “el camino propio” no es meramente una estrategia electoral, como ha señalado la Senadora Goic, sino que hoy más que nunca, es una definición de fondo que expresa en uno u otro sentido, una visión muy particular de la Democracia Cristiana y el rol que ésta debe jugar en la sociedad chilena, en nuestro presente y futuro. Si la Democracia Cristiana optara por el camino propio, por su propia voluntad, estaría renunciando a la unión de las fuerzas progresistas, eligiendo el dogmatismo de lo extremadamente “pragmático” por sobre los mínimos comunes denominadores que nos han hecho progresar como país y como sociedad.

Sin perjuicio de lo anterior, el camino propio a mi juicio, y es aquí donde están las diferencias, tiene riesgos que son más que temerarios.

Los que defienden esta tesis omiten las dificultades que implican la necesidad de generar una fuerte cohesión interna, política y programática; presentar una lista parlamentaria sin aliados, enfrentar las dificultades de salir de la coalición de gobierno y, dentro de los puntos más importantes, el hecho de que a juzgar por las encuestas no existe actualmente un liderazgo lo suficientemente posicionado para encabezar y unir al partido de cara a los próximos desafíos, en especial, en el ámbito presidencial. Lo anterior, motivado por la sintomática incapacidad o decisión deliberada en el último tiempo, de enfrentar democráticamente las diferencias doctrinarias, programáticas y tácticas que existen al interior del partido.

Si el PDC, como es probable, no pudiese disipar de manera categórica esos riesgos (que determinan la opción del camino propio como temeraria), se vería expuesto nuevamente a una derrota presidencial y peor aún, a una debacle parlamentaria única en su historia.

Otros en cambio, entre los que me incluyo, creemos que el perfilamiento de la Democracia Cristiana no depende tanto de los partidos con los que llegue a acuerdos políticos, como de la profundidad y concordancia entre dichos acuerdos y nuestros objetivos programáticos.

En otras palabras, lo que permite realzar nuestra identidad es la capacidad de ser determinantes en las grandes definiciones de una coalición, y de mantener con honestidad y coherencia, el legítimo debate ideológico en aquellos temas en los cuales tenemos diferencias.

En consecuencia, resulta evidente que la identidad de un partido se desperfila si algunos destacados integrantes de la actual conducción reconocen que pusieron a disposición al partido tras un programa que no firmaron ni leyeron, y que resienten un acuerdo con el Partido Comunista, tras haber sido ellos los que lo olearon y sacramentaron.

Que quienes se abren a la posibilidad de llegar a primera vuelta con un candidato propio del PDC como condición a priori, nos lleva a dar una media vuelta, en lo político, en lo programático y en lo electoral. Nada asegura que con un candidato propio y único de nuestro partido logremos la fuerza necesaria para poder generar las transformaciones que nuestro país necesita, ello no sin nuestros compañeros en la ardua batalla por lograr un Chile más justo.   

Las cartas están sobre la mesa, y son los militantes de la Democracia Cristiana los que deberán decidir en las elecciones del 8 de enero primero y en la Junta Nacional de 28 después, cuál es el camino que seguiremos transitando.

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