¿Qué será del proceso constituyente?

La nueva elección del centro-derechista Sebastián Piñera como presidente de Chile, el pasado 17 de diciembre, representa un freno democrático a diversos proyectos de reforma social impulsados por el segundo gobierno de centro-izquierda de la presidenta Michelle Bachelet.

Sin embargo, sería un rotundo error de perspectiva leer este triunfo de Piñera como una “victoria del modelo”. Porque con la Nueva Mayoría (Ex-Concertación) “el modelo” se mantenía incólume. Recordemos que ambas coaliciones, aunque con inclinaciones distintas, siempre han apostado por robustecer las reglas del modelo capitalista imperante y dar un “nuevo salto” modernizador.

Pero lo que sí representa este resultado electoral es un claro rechazo ciudadano a un ambiguo proyecto de reformas sociales, que en nada altera la sustancia del modelo capitalista.

¿Y el proceso constituyente? ¿Qué será de ese tan anunciado proyecto de ley, que pretende cambiar la Constitución de 1980, impuesta por la dictadura de Pinochet, ahora que los devotos partidarios de esa Constitución han triunfado en las elecciones? ¿Acaso este proyecto también fue rechazado por la ciudadanía?

Que una mayoría ciudadana haya marcado una diferencia de nueve puntos porcentuales (54%) respecto de la minoría que votó por el oficialismo (45%), al menos deja en evidencia que el proceso constituyente no era prioritario ni menos urgente para esa mayoría.

Esto nos obliga a preguntarnos si acaso vivíamos realmente un “momento constituyente” a partir de las movilizaciones sociales de 2011, o si más bien se trató de una “ilusión constituyente”, y si esta nueva victoria de Piñera no es sino un “balde de agua fría” para quienes participamos de esa “ilusión”.

No obstante, el gobierno anunció que enviará al Congreso el proyecto de ley durante este mes de enero. Lo que es razonable, porque en democracia las preferencias mayoritarias no invalidan el debate ciudadano y, por ende, sigue siendo válido preguntarnos si necesitamos una nueva Constitución.

A mí me parece que sí necesitamos una nueva Constitución. Pero no con la finalidad de robustecer “el modelo” ni para instituir “otro modelo”.

Necesitamos una nueva Constitución porque en una sociedad políticamente más estable, económicamente más abundante y socialmente más informada, como es la sociedad chilena actual, resulta del todo indeseable regirse por “modelos”.

Hoy vivimos en una cultura plural de individuos consumidores, que exigen que se les reconozca sus posibilidades de autonomía. Y la actual Constitución dista mucho de cumplir con esa pretensión social. De ahí que sea necesario cambiarla.

Desde que se inventó el Estado Democrático de derecho en Occidente (una invención moderna), las constituciones nunca han sido ideadas para diseñar modelos de organización social, sino para servir de instrumentos de convivencia social. Y para ello, deben contar con el mayor consenso ciudadano y limitarse únicamente a consagrar principios fundamentales y establecer reglas mínimas.

Principios fundamentales que garanticen los derechos y deberes más básicos e inviolables de la persona humana (derechos humanos), y reglas mínimas que definan y delimiten los poderes públicos y las funciones públicas (Estado liberal o constitucional).

Y tanto los derechos fundamentales de la persona humana como los límites al poder del Estado son, a su vez, garantías de libertad e igualdad para todos los seres humanos, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

Por ello, la Constitución no puede tener un “techo ideológico”, porque, como bien dice el profesor Enrique Barros “es una norma común de convivencia”.

Es cierto que las constituciones no son jurídicas sino esencialmente políticas. Pero ese contenido político no es una política ideológica que pretenda modelar la sociedad hacia unos fines preestablecidos de felicidad y justicia, sino una política constitucional entendida como arte de convivir, por medio de la cual los distintos individuos y colectividades cuenten con unas mismas precondiciones que a cada uno de ellos les permita elegir libremente su propio modelo o forma de vida.

Y la actual Constitución de 1980, “la Constitución tramposa”, como la califica el profesor Fernando Atria, es a todas luces una constitución ideológica, que no fue diseñada como instrumento o norma común de convivencia, sino para otorgarle una apariencia de legitimidad constitucional a la misma dictadura cívico-militar que la impuso a través de un plebiscito fraudulento, y con la finalidad de proteger su proyecto ideológico de capitalismo sin anestesia y democracia anestesiada.

Sus excesivas incrustaciones autoritarias, la mayoría de ellas hoy felizmente derogadas, su pobreza conceptual en materia de derechos fundamentales y sus abusos intelectuales aristotélico-tomistas en sus definiciones axiológicas, nos demuestran que se trata de un texto constitucional hecho con desesperación.

Desesperación ante una época en la que existía un agudo conflicto bipolar a escala mundial, la Guerra Fría, de la cual la dictadura formó parte a través de un golpe de Estado apoyado por el gobierno norteamericano y una fulminante “revolución de las costumbres”, que se había revelado a partir de los años 60s.

Pero la Guerra Fría se acabó hace ya tres décadas, los derechos humanos se han internacionalizado a la par de la globalización de las tecnologías y la mundialización de los mercados, y la “revolución de las costumbres” ya se ha hecho anacrónica frente a los nuevos cambios culturales que hoy manifiestan las nuevas generaciones.

Por todo ello, es de esperar que el proyecto de ley que envíe la Presidenta al Congreso sea visto como una oportunidad de abrir aquellos cerrojos de esta Constitución que impiden sustituirla, y deje abierta la posibilidad de crear otra Constitución, que sí sea un auténtico “modus vivendi”, de textura abierta y sin “techo ideológico”.

Un nuevo código político que abra el mayor campo de acción posible a la deliberación política entre los diversos grupos de interés y, por cierto, a las decisiones mayoritarias. Pero evitando que el nuevo poder constituyente originario degenere en la "tiranía de las mayorías" y la “tiranía de los muertos sobre los vivos”.

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