Sin cambiar el paraguas, nos seguiremos mojando

Aterrizada en Chile y de lleno en la carrera presidencial, en su primera actividad de campaña en la comuna de El Bosque, Michelle Bachelet diagnosticó la transversalidad del malestar ciudadano, la entrada del país a un nuevo ciclo político, económico y social, y esbozó el eje de su propuesta de gobierno: enfrentar la desigualdad.

Especial atención puso a las brechas: las educacionales, económicas, salariales y territoriales, de género y laborales, haciendo un llamado a “repensar nuestro modelo de desarrollo”.

Aunque aseguró que su programa no se realizará entre cuatro paredes y que tendrá un sello ciudadano, a partir de sus énfasis es esperable que su oferta programática incluya reformas a la educación, previsión, laboral y tributaria, las que –según se infiere de sus palabras- estarían supeditadas a “nuevos consensos” y una “nueva mayoría política y social”.

Interesante aparece su mención a los derechos sexuales y reproductivos, seguramente influenciada por su dirección de ONU Mujeres, lo que podría implicar un exigible avance en la postergada agenda de los derechos de las mujeres.

A pesar de lo anterior, la impronta económica estuvo más presente que la política, lo que enciende las alarmas sobre la real voluntad de los cambios que Chile necesita. Pareciera que lo abordable es la desigualdad económica, pero lo intocable es la desigualdad política.

En un discurso que recuerda demasiado al slogan de Lagos “crecer con igualdad” de fines de los noventa, Bachelet señaló lo que ya es más que sabido: que superar la pobreza no necesariamente supone disminuir la desigualdad.

La crítica al modelo económico basado casi exclusivamente en materias primas, tampoco representa una novedad en relación al análisis que se viene haciendo desde hace años.

Se apela a derrotar la desigualdad para alcanzar el desarrollo, no para conquistar la democratización social de este país.

El enfrentar el abuso –cuña que, paradojalmente, logró instalar el actual gobierno- y la “desigualdad” como el motivo principal del “enojo” ciudadano recoge reivindicaciones sociales y económicas sentidas por esta “nueva ciudadanía empoderada”, que Bachelet reconoce como más fuerte, fiscalizadora e informada que antes.

Pero el abuso no sólo lo cometen el retail (con sus repactaciones unilaterales), las Isapres (mercados poco transparentes con millonarias utilidades), las instituciones educacionales (cuyo fin último es el lucro y no la formación), las AFP (que entregan pensiones miserables producto de un mercado del trabajo precarizado y de sus altos costos de administración) o los bancos (que cobran intereses sobre intereses, legalizando la usura).

Después de más 20 años de la vuelta a la democracia, el abuso lo siguen cometiendo minorías que imponen a las mayorías altos quórums para cambiar leyes o un sistema electoral como el binominal donde el que tiene menos votos gana, si su adversario no es capaz de doblarlo.

El entender el malestar ciudadano como delimitado a la arena económica, recuerda peligrosamente el añejo debate sobre “los problemas reales de la gente”, postergando las reformas políticas.

Bachelet no se equivoca al afirmar que las personas están cansadas de los abusos de poder, pero no sólo de las empresas, sino de las instituciones políticas –Parlamento, partidos- cuyos integrantes sólo impulsan cambios cosméticos para que nada cambie en realidad, se mantenga el stablishment y se reproduzca la oligarquía.

Las palabras “nueva Constitución” o “reformas políticas” fueron las grandes ausentes del discurso inaugural de Bachelet. La necesidad de un “nuevo consenso para avanzar en un sentido de país, con unidad nacional y con rumbo común” expresada por la ex mandataria, está lejos de referirse a un nuevo pacto constitucional.

Cuando planteó que quedaron reformas sin hacer –en una tímida señal de reconocimiento de los temas pendientes-, se refería más bien a la desigual repartición de los beneficios del crecimiento, pero no a la desigualdad de derechos ciudadanos y de participación.

Si bien en el acto que inauguró su candidatura presidencial sólo nombró una vez la palabra “Concertación” para referirse a las primarias del 30 de junio y no hubo banderas partidarias ni dirigentes políticos presentes -al igual que en su austera y cuidada recepción en el aeropuerto, donde las protagonistas fueron las mujeres y la dirigencia social-, los partidos no necesariamente están ausentes.

Paradojalmente, los partidos políticos lograron imponer el status quo en contra de la propia política: al no incluir las reformas políticas en el diseño electoral, se reafirma el ninguneo de algunos de sus jerarcas por la demanda de cambio en las reglas del juego político.

Para ellos, basta redistribuir mejor para enfrentar la desigualdad económica, pero nada dicen de la desigualdad política y de una Constitución que la sigue amparando. ¿Es posible, entonces, reconocer un cambio de ciclo político, sin proponer un cambio de fondo en la sombrilla que abarca todo el ordenamiento jurídico de una nación? Sin cambiar el paraguas, nos seguiremos mojando con la desigualdad política, económica y social.

Es necesario reemplazar la libertad económica y derecho de propiedad como principios fundantes de la Constitución de 1980, por los derechos económicos, sociales y culturales y un nuevo sello participativo y de democratización social de la carta rectora.

Es de esperar que en el programa que según sus palabras no será hecho entre cuatro paredes, sino en diálogos y encuentros a lo largo del país, se recoja el sentir ciudadano sobre la urgencia de construir un nuevo pacto constitucional, que termine de una vez con la ilegitimidad de origen de nuestra carta magna y que, por primera vez en la historia de Chile, sea construida por los propios ciudadanos y ciudadanas.

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