Tribunal Constitucional ¿la mayoría siempre manda?

La lógica democrática básica es tan simple que un niño de 5 años puede entenderla: la mayoría manda. En ese sentido, en el de la simplicidad, parecería comprensible el llamado que la Presidenta Bachelet hace por Twitter señalando que confiaba que el Tribunal Constitucional acogería “la voz de la mayoría”.

Ello, en principio, es sensato, correcto y aplicable en muchos casos, pero como sabemos los adultos, lamentablemente la vida es infinitamente más compleja que como la viven los niños de cinco años. 

A la mayoría no siempre le corresponde mandar sin límites. Estaremos de acuerdo en que, por ejemplo, no sería aceptable que una ley promulgada por una mayoría prohibiese votar a personas de determinada raza. O que se determinara prohibir la educación a determinado grupo. O que por mayoría absoluta en el Congreso se dictara una ley que aumente las dietas de los legisladores en un 400%.

¿Suelen las mayorías incurrir en torpezas como esas? Lo deseable sería pensar que no, pero siendo realistas, es fácil apreciar que abusan de su poder más seguido de lo que quisiéramos. Por algo Lord Acton nos alertaba sobre que el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.

El primer freno al control total de la mayoría es el poder de la Constitución, norma que establece las reglas del juego para la política y para la sociedad. La búsqueda de la estabilidad es esencial para entender el constitucionalismo. Solo cuando los pueblos alcanzan consensos elevados respecto de la necesidad de alterar sus bases de convivencia política, modifican sus normas constitucionales.

Pero para evitar la tentación de hacer trampa, dictando leyes inconstitucionales y saltándose el proceso de aunar consensos mayoritarios para cambiar la constitución, existen mecanismos de equilibrios de pesos y contrapesos, check and balances, e instituciones que reprimen lo que esas mayorías ocasionales determinan. A eso se le llama en constitucionalismo un rol contramayoritario, que en simple, consiste en adoptar una postura contra una decisión mayoría. 

Los Tribunales Constitucionales son esencialmente contramayoritarios. Su rol es de legislador negativo, o de represor de las reformas o leyes inconstitucionales. Ambas cosas son presentadas como inapropiadas, incluso hasta antidemocráticas. Pero lo contramayoritario no es ni bueno ni malo: es un mecanismo por el cual los derechos del pueblo, en especial de las minorías, son protegidos respecto de los representantes del propio pueblo.

Es que, paradójicamente, resulta necesario que la democracia establezca mecanismos de contención al propio juego democrático, para evitar la arbitrariedad. Una de sus imperfecciones es el - en ocasiones exagerado - rol que los grupos de presión o interés ocupan en el proceso legislativo, que operan sobre las decisiones políticas ejecutivas y legislativas hasta convertirse ellos mismos en mayoría o, al menos, a ser sujetos de una influencia mayoritaria. Su postura minoritaria llega, incluso, a confundirse con la mayoría. Por eso, cuando decimos que una decisión es contramayoritaria, en realidad lo que decimos es que atenta contra la voluntad de los representantes del pueblo, pero no necesariamente contra el pueblo mismo.

Los Tribunales Constitucionales, desde sus orígenes, siempre han sido criticados por quienes ostentan la mayoría circunstancial, y también por quienes desde la minoría de los grupos de interés influencian a las mayorías en las Cámaras y en el Gobierno. Es obvio, a ellos les resulta incómoda la existencia de contrapesos a su poder, y quien tiene poder y aspira a tener más, le resultará siempre ingrato no poder manejarlo en su totalidad. Ello explica las pataletas, no inéditas ni exclusivamente nacionales, de quienes han descalificado a los Tribunales Constitucionales cuando los fallos les resultan adversos. 

Los Tribunales Constitucionales suponen mantener una cierta estabilidad, impiden que las mayorías gobernantes transgredan los derechos de las minorías.

Robert Dahl, respecto de la cuestión contramayoritaria, considera que la decisión de la Corte o Tribunal que declara inconstitucional una ley tiende a preservar los derechos legítimos de la minoría frente a la posibilidad de una decisión mayorista “tiránica", impidiendo lo que Alexis de Tocqueville, en La Democracia en América, denominaba “la dictadura de la mayoría”. 

Sin duda cuando el Tribunal Constitucional, a través de su potestad, declara la inconstitucionalidad de una ley, lo hace desafiando directamente la expresa voluntad de la mayoría legislativa. En esos casos, la Corte podría ser vista como protectora de la minoría. En realidad, lo que hace es defender al pueblo de la tentación mayoritaria de creerse dueño de la soberanía, en lugar de entenderse como representante de la misma. La esencia del Estado constitucional moderno se define por la protección de ciertos derechos que deben ser puestos lejos del alcance del simple voto mayoritario.

Claro está, eso supone del Tribunal un trabajo particularmente complejo. Debe ser capaz, como dice Courtis, de fallar con transparencia y publicidad, garantizando tanto la calidad argumentativa de su decisiones como la independencia de criterio y la sensatez de su posicionamiento frente a cuestiones que susciten el legítimo debate de la opinión pública. Si, al contrario, actúan con opacidad, difícilmente podrían contribuir a mejorar su imagen ante la ciudadanía.

Los críticos del carácter contramayoritario suelen olvidarse de un riesgo paralelo al que les preocupa: que los poderes políticos comiencen a adoptar medidas en su propio favor y de sus amigos, y no a favor de las mayorías que dicen proteger. 

Es claro que la democracia está basada en un principio mayoritario, pero éste no puede ser absoluto ni sobrepasar ciertos derechos minoritarios. Lo contrario se llama abuso. Eso también lo pueden entender incluso los niños de 5 años. Y también nuestra Presidenta. 

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