Una tarea cuesta arriba

A estas alturas es innegable el fantasma del rechazo. Incluso el Gobierno, algo a regañadientes, se ha mostrado genuinamente preocupado por la posibilidad de que el camino constitucional que hemos recorrido no llegue a buen término.

Con esto no estamos haciendo política ficción (si me apuran, en lo personal sigo viendo poco probable que no se apruebe el texto definitivo), sino que sencillamente ubicándonos en un escenario real. Si lo quiere, siendo responsables. Existe frustración, algo de desesperanza y desconfianza. Nada bueno (ni nuevo) para nuestra democracia, que ya se encontraba sumida en una crisis de representatividad inédita.

Esta última idea es particularmente importante, pues implica reconocer (sea cual sea nuestra postura) que estamos frente a un problema urgente. Aunque se apoye el apruebo o el rechazo en el plebiscito de salida, lo interesante es asumir que la desafección ciudadana sigue presente. Desafío nada menor.

Difícil saber cómo salir de la espiral en que nos encontramos. Por lo mismo, el único sentido de esta reflexión es destacar, al menos, dos puntos relevantes.

El primero se relaciona con la necesidad de mayor humildad. Los meses que se vienen van a exigir capacidad de cesión por parte de nuestras autoridades, algo que por estos días escasea. El hecho de asumir que la Constitución del '80 ya murió (y con ello, de paso, reconocer a su vez que la Constitución de Lagos también ya está en el olvido) es una señal que, a mi juicio, va en esa dirección correcta.

Como bien ha sugerido la convencional Marcela Cubillos en una reciente entrevista, estamos en un proceso iniciado con cerca de 80% de aprobación que ya no tiene vuelta atrás. Se trata de un hito inexpugnable. Eso implica, entre otras cosas, aliviar el plebiscito de salida. Hablamos de eliminar una carga ciertamente indebida del proceso electoral que se aproxima. Cubillos (y otros) han dejado claro que no escogeremos entre la nueva Carta Magna o la Constitución de Pinochet, sino que sencillamente decidiremos sobre si el documento que se presenta es el que queremos. Renuncia nada de menor pensado en que ha surgido desde aquellos que miran con cierta admiración el texto constitucional actual.

Y el segundo punto se relaciona con pensar un proceso que logre responder a esas pulsiones ciudadanas que se manifestaban previo al plebiscito de entrada. Esto es igual de desafiante. Como chilenos ya nos pronunciamos sobre si el Congreso debiese ser el encargado de redactar nuestra norma fundamental, por ejemplo. Esto no implica desconocer que el contexto ha cambiado, sino que más bien nos invita a pensar en salidas que logren interpretar correctamente nuestra situación. En este sentido, parece poco probable que algo bueno salga de aquellos que son tildados como los responsables de la desconfianza. La labor de autoridades y partidos pareciera ir más por articular a una sociedad civil con ansias de participar (ansias que no encontraron respuestas en la Convención).

Los eventuales escenarios que se vislumbran nos invitan a cuestionar nuestras ideas preconcebidas, lo que siempre es un excelente ejercicio. Con ese espíritu, sería un error asociar el fantasma del rechazo con una animadversión al proceso constituyente. Si el plebiscito de salida está en riesgo, no es por una negativa ciudadana a una nueva Constitución, sino más bien por la insatisfacción frente a la labor que han desempeñado constituyentes en específico, los cuales han sido incapaces de asumir las constantes críticas que siguen apareciendo.

La tarea está cuesta arriba, pero la humildad y la capacidad de interpretación serán insumos esenciales a la hora de buscar alternativas.

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