Viejos, duros y obstinados

“Las vidas de los Duros son extremadamente longevas pero, al final, acaban por morir ...Y como no hay juventud que los provea de sangre nueva y nuevas ideas, los viejos y longevos Duros se aburren hasta la muerte”, explica Dua – la emocional – a su hermano Odeen, un racional, en el mundo paralelo creado por Isaac Asimov en su novela Los propios dioses (1972). Los Duros, cuando la energía de su mundo comienza a agotarse, no trepidan en obtenerla de otra parte. Y no dudarán en hacerlo, arguye Dua, “aún a costa de la muerte de miles de criaturas de otro universo”. 

Dua formula un llamado radical a emanciparse de la estupidez, aquella de querer ser inmortales, sea la inmortalidad de la carne sea la de la eternidad del poder. Y contra aquella, “los Dioses luchan en vano”, sugiere Asimov (1920-1992) – inspirado por la frase de Schiller.

Pero no muchos parecieran dispuestos a liberarse de la obsesión por permanecer vivos sea en sus cuerpos sea en sus personajes. En semejante afán no hay freno, recato ni reparo. A punta de sueros, respiración asistida, trasplantes tardíos, y aparatos raros se sostiene la vida de quienes en mi tiempo habrían hace rato jubilado de este planeta. Y mediante intervenciones quirúrgicas y de imagen sobreviven aquellos que transitan por las pasarelas de la política. 

La biotecnología de última generación se aplica a la vieja generación a costa de ahorros familiares, traspasos de inmuebles e hipotecas de hijas, nietos y bisnietos. La de los medios, de los thinktanksy lobistas mantiene oxigenados a quienes se sienten salvadores de la patria, escogidos o disponibles, y aún a costa de consumidores engañados, de acuerdos privados y de cocinería de cámara.

La vida importa, pero más pareciera importar la propia; el país reclama orden, pero el candidato siente que es su orden el que reclaman. En su Naturaleza de las Cosas, Tito Lucrecio Caro invitaba a pensar de otro modo pues la naturaleza rehace los cuerpos, “y, con la muerte de unos, otro engendra”. Y Churchill invitaba a los políticos a convertirse en estadistas dejando de pensar en las próximas elecciones para hacerlo en las próximas generaciones.

Pero ni la obstinada vejez ni la tozudez del viejo político están disponibles para pensar que la celebración de la vida lo es de su continuidad y no de la perpetuación de algunos por vivir a expensas de otros.

Alargar el tranco vital o proclamarse vitalicio en la arena política son expresiones de una vejez que reniega de su propia condición y de su propia virtud.

Pero, ¿cuántos quieren, al modo de los Duros de Asimov, seguir arrastrando años?

¿Cuántos aspiran, dicho de otro modo, a privar a otros de los años que en justo derecho les corresponde vivir?

Y no es solo la sobrevivencia de la carne, de la sangre, de pulmones intoxicados a punta de químicos, baterías y marcapasos, la que obsesiona a los Duros. Es también la de permanecer en escena, seguir siendo los protagonistas de una historia que en su momento protagonizaron.

Como los viejos actores y actrices, viven prendidos a imágenes, algo pixeliadas, tomadas de teleseries antiguas, de los recortes de prensa y de las escenasen que alguna vez aparecieron. Y se apoltronan mientras nietas y bisnietas podrían jugar los juegos que de tanto jugar los Duros dejaron de encantar a quienes en otro tiempo vibraron con ellos.

La obstinada vejez es aquella que lucra a partir de la frustración de las esperanzas y de la extinción misma de la vida de quienes no llegaron a jugar los juegos que tantos espectadores esperábamos algún día ver jugar. Obstinada es aquella que se apropia de los medios que a otros mejor servían para mejor servir a los demás. Sin embargo, los Duros no cejan en sus empeños, sus rostros se contraen simulando condescendencias, durezas, ingenuidades y promesas en que pocos pudieran creer.

La vejez, no obstante, es llana como lo son las edades de los seres vivos, reclaman ser lo que son y procuran para sí los lugares que a ella corresponden.

Es la de Panchito, el ya fallecido lobo marino que, cuando dio por cerrado su negocio en el borde costero, se vino al Mercado Fluvial y, con su solo gesto, inauguró una nueva faceta del turismo valdiviano.

Es la vejez de los gatos que desaparecen al amparo de la noche o de los sabios a quienes hay que consultar en tiempos difíciles, es la de los Inuit (otrora llamados esquimales) que, entrada la vejez, caminan por los hielos polares, a trocar su vida por la de otros seres que pueblan – a duras penas – el Ártico.

Es la de quienes no dieron lástima ni clamaron por ojos piadosos que les compadecieran a la hora del cierre.

Y también es llana la vejez para quienes a tiempo supieron que su lugar ya no estaba en los palacios ni en las casas de gobiernos ni en los parlamentos, para los que aprendieron que no se puede prescindir de otras voces que la propia, ni de las generaciones que vienen ni de las personasa quienes se han omitido o despreciado.

Al fin, parafraseando (y tergiversando) a Asimov, en la historia no hay finales sino solo episodios que, a veces, se resuelven de buena manera.

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