Habrá que curar las heridas

Ha concluido el Sínodo de la Familia en Roma. El sábado 24 de octubre se sometió a votación el documento final, aprobado íntegramente por la mayoría de los 265 padres sinodales asistentes.

La prensa ha calificado al sínodo como un triunfo del Papa, llegando algunos medios a señalar que el sucesor de Pedro salió fortalecido. La verdad es que la tarea pastoral recién comienza y que a buena hora llega el Año de la Misericordia, para sanar las profundas heridas provocadas en el proceso sinodal.

A juzgar por las expectativas, la vara había sido elevada exigentemente. Se esperaba algo más que un cambio de lenguaje para acoger situaciones familiares dolorosas, como la de personas separadas o divorciadas vueltas a casar, o respecto al trato de las personas homosexuales. También se esperaba mayor sintonía con el sentir de los fieles, por ejemplo ante al rechazo práctico de la encíclica Humanae Vitae de Paulo VI, en materia de fertilidad y contracepción.

Las expectativas apuntaban a que se impusiera la misericordia como criterio pastoral y que se avanzara en el respeto a la conciencia de los fieles, incluyendo la acogida a la vida sacramental. El documento recogió tímidamente aquello, pero sin concederle fuerza moral para no opacar el imperio de la doctrina.

Paralelamente, si se considera que la palabra Sínodo significa “caminar juntos”, la verdad es que éste, a diferencia de otros sínodos, fue precedido y desarrollado en un ambiente inéditamente belicoso contra el Papa, dejando al descubierto profundas divisiones.

Esta vez, la oposición al Papa se organizó férreamente, con documentos, seminarios, recolección de casi un millón de firmas, así como con volantes y cartas difundidas al interior de la asamblea, que criticaron la metodología sinodal para desligitimar el proceso. Más grotescos fueron los corrillos que pretendieron sembrar dudas acerca de la salud del Papa, así como los escándalos externos provocados para llamar la atención de los padres sinodales. La pérdida de la disciplina eclesial alcanzó a tal nivel, que el mismo Francisco intervino, fuera de programa, previniendo a la asamblea contra la “hermenéutica de la conspiración”.

Sus adversarios activaron una campaña hostil, con la que intentaron presionar a los padres sinodales, infiltrando la idea de que el futuro de la Iglesia estaba en peligro al alejarse de la doctrina. La amenaza se hizo sentir tocando la fibra más sensible para un Papa: el riesgo de la división eclesial, representada en la posibilidad de un cisma.

En ese contexto la abrumadora aprobación del documento conclusivo, aprobado holgadamente con los quórums necesarios, más de dos tercios de los votos, es ante todo una paradoja aparente.

En efecto, la comisión redactora tuvo la sagacidad de darle al documento una redacción neutra, destacando los principios universales de aceptación general, y omitiendo cuestiones prácticas divergentes. La audacia sólo alcanzó para sentar los principios generales de la misericordia y del respeto a la conciencia, pero sin darle fuerza imperativa respecto de la doctrina.

De esta manera, la comisión redactora intentó, con medios efectivos, ahorrar un precedente eclesial impensado, como hubiera sido el rechazo de la Asamblea del Sínodo a los anhelos reformistas de Francisco.Dicha comisión tuvo el acierto de dejar la solución de los temas discutidos a su decisión personal, con lo que queda, en cierto modo, lanzada la perspectiva de los futuros dilemas pastorales de la Iglesia para este Papa y sus sucesores.

El Sínodo de la Familia ha concluido.El Papa ha conseguido que temas cosiderados tabúes fueran abordados con libertad. Para lograr aquello ha tenido que exponer su integridad y su autoridad moral. Los costos están a la vista y sus responsables son conocidos.

Siguiendo las huelas de Jesucristo, optó por asumir los costos personalmente, para no endosarlos a la Iglesia. Para ello, echó la cruz de la Iglesia a sus espaldas, tal vez con la esperanza que la vergüenza y el arrepentimiento de algunos consiga doblegar la dureza de los corazones de quienes“atan cargas pesadas, imposibles de soportar, y las echan sobre los hombros de los demás, mientras que ellos mismos no quieren tocarlas ni siquiera con un dedo.” Mt 23, 4.

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