La belleza del Crucificado

No, no se trata de una expresión sado-masoquista ni de encontrar belleza en el horror, lo cual podría ser considerado con justa razón como una grave afrenta por los sufrientes de este mundo, en cuanto se estaría relativizando y suavizando su dolor.

Ha terminado la cuaresma y con la celebración del Domingo de Ramos se ha dado inicio a la Semana Santa, tiempo fuerte del cristianismo, en el que celebramos la pasión, crucifixión y muerte de Jesús, el Hijo de Dios humanado, y que culmina el domingo con la celebración de su resurrección.

Ya el profeta Isaías hablaba de un siervo de Yahveh que "estaba tan desfigurado que no parecía un hombre" (52,14), "despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro para no verle. Despreciable, un don nadie" (53,3): ¿cómo se puede hablar de belleza si el texto mismo habla de cubrirse el rostro para no verlo?

Quienes hayan visto la película "La pasión de Cristo" de Mel Gibson recordarán cuán difícil era ver esas crudas escenas del flagelo y la crucifixión, cuyas huellas se encuentran también en esa reliquia llamada "Santa Sábana de Turín". Pero no se trata de un absurdo o de una contradicción, sino de una paradoja, de una contraposición, pero no, como se ha recién dicho, de una contradicción.

Cristo, que es la belleza misma, se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas, revelando así la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que es entrega hasta el extremo, la donación de la propia vida. La intensidad del dolor del Crucificado nos muestra la profundidad y radicalidad de su amor. Aquí es donde radica y se fundamenta la belleza, y de donde se desprende, como consecuencia natural, la alegría de la fe.

Quien crea, incluso entre los mismos católicos, que los católicos usamos cruces porque nos gustan los instrumentos de tortura, está profundamente equivocado. La razón es otra: en la iglesia primitiva la cruz era el símbolo del triunfo de la vida sobre la muerte. Una oración muy común dirigida a Jesús es la siguiente: "Tú que convertiste el madero de la cruz en árbol de vida...".

El Crucificado nos muestra que el amor es posible, la belleza del amor que es don de sí y que nos embellece, porque nos dignifica con su amor. El que es amado es "alguien" y alguien importante. Deja de estar invisibilizado, de ser ninguneado. Por otra parte, Dios al resucitar al Crucificado nos muestra que esa entrega no se ha perdido, no ha quedado trunca, pues se ha transformado en vida. Sí, amor y vida van de la mano.

Esta belleza no huye de los dolores, sino que los asume para transformarlos en semillas de vida y esperanza. La experiencia de este amor de Dios para con nosotros es el motor que nos debería impulsar a construir un país, un mundo, más fraternos; donde todos tengamos cabida, donde no haya descartados.

Mucha de esta belleza se ha visto en estos tiempos tan duros de la pandemia.

Por último, estaría tentado de decir que esto es lo que los creyentes seguimos, pero sería un error, porque la belleza no se sigue, sino que uno es atraído por ella. Esto es lo que tenemos que descubrir para llegar al núcleo del cristianismo.

No se trata de seguidores esforzados que sudan la gota gorda por el camino, sino de seguidores fascinados que nos dejamos llevar por la avasalladora corriente de atracción que produce la belleza y que nos lleva a sí pasando incluso por la cruz, iluminándola y despotenciándola, para llegar al abrazo definitivo con el Amor, la Belleza, el Bien y la Verdad. Hemos sido invitados a participar en la danza eterna del Dios Trino.

La Belleza que nos salva es la Belleza que nos espera.

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