Al final del viaje, crónica sobre la donación de órganos

Esta será una historia triste. Será una columna sobre la memoria. En el recuerdo se habita de manera pasajera o permanente. En este caso es permanente.

Una película que me gusta mucho es Forrest Gump. Siempre trato de verla, aunque ya me conozca de memoria cada uno de sus cortes. Un extraño, pero frecuente vicio. Hay una escena que me gusta particularmente pues me recuerda los extraños días del pasado. En esta se ve a Forrest hablando sobre su amigo Buba y el momento exacto en que lo vio por última vez. Buba está herido de muerte, tirado en el suelo, entre hojas que tapan su herida mortal. Entonces, Forrest dice que si hubiera sabido que era la última vez que hablaba con Buba, le hubiese dicho algo mejor. Cada vez que miro esa escena, recuerdo la última vez que vi a mi hermano.

Como Forrest, cada uno de nosotros tiene esa extraña sensación de haber podido hacer o decir algo más. Esto ocurre fundamentalmente con quienes tienen la mala fortuna de perder a alguien en pleno ejercicio de su juventud. En pleno vigor de sus risas, molestias y groserías cotidianas. Como los padres, los hermanos mayores nunca esperamos perder a los hermanos menores. Es como si fuera contra natura. Sin embargo sucede, como todo en la vida, con su rapidez de minutos y segundo en que esta se extingue.

Una noche comenzó el descenso. Un dolor repentino de cabeza. Los médicos que no entienden qué pasa. Exámenes van y vienen. Todo parece una película de terror. Momentos fantasmas en que todo podría ser un horrible sueño. Hay un límite muy difuso entre el sueño y la vigilia.

Cortazar comprendió mejor que nadie esta cuestión. Llegas a creer que es un sueño. Nada de eso está ocurriendo en realidad. Pero lo cierto es que los hechos se amontonan y van cayendo sobre la espalda. Como el chiste de Coco Legrand ¡pero si ayer estaba bien!Pero en este caso es totalmente real. Ayer estaba bien, pero hoy los médicos dicen que tiene muerte cerebral.

Las preguntas de rigor, ¿se podrá recuperar? ¿hay algo qué hacer? ¿y si lo dejamos así, conectado, puede que regrese? ¿y si lo operan?

Las respuestas habituales: es posible, nada se sabe, hay casos, es muy difícil, tiene un daño severo. Es muy complejo que se recupere. La fe es importante en estos casos.

Luego, nada avanza. Todo queda suspendido en una cama donde logras ver como la vida va alejándose. Máquinas sonando. Tubos que se conectan al cuerpo. Desconecciones de rigor para ver si respira. Vuelta al ventilador. No hay mucho que hacer. Pasan las horas. No duermes mucho. Tienes nuevamente la esperanza de que todo sea una pesadilla. No. El día siguiente es igual y así… La gente viene, alienta, no saben que decir, son amables, se conmueven. Les muestras un colgajo de amor propio y esperanza. Seguramente tu caso es conversación durante el almuerzo de los que pueden almorzar ese mismo día.

Somos un país extraño. Nos gusta dar cien pesos al señor que pide en el semáforo. Compramos gomitas de menta para apoyar a una señora que vende en la micro. Le regalamos dinero al niño que pide en la calle. Nos sentimos bien. Hacemos gárgaras de miel con la Teletón. Una noble empresa, pero donde hemos desplazado acciones que deberían estar bajo la responsabilidad del Estado. La caridad de los mil pesos es nuestro tranquilizante cotidiano. Como si estuviésemos enfermos, necesitamos una inyección de caridad cada cierto tiempo.

Pero cuando se trata de la donación de órganos sobran las excusas.Cuando se trata de donación de sangre, lo mismo. Es decir, a mi no me molesten, yo ayudo en lo que puedo. Los religiosos tienen sus excusas religiosas. Hay que irse con todo a la tumba. Los escépticos hablan de tráfico de órganos, de tráfico de influencias, etc. En vez de luchar por un mejor sistema de priorización de transplantes, esgrimen la excusa perfecta para sentirse mejor.

Todo sucede rápido. Los médicos llaman a la familia y le señalan el camino de la donación en caso de muerte cerebral. Esta llega en horas o en días. Nadie está preparado para donar los órganos de un familiar tan joven. Pero ya se había conversado entre bromas tontas y chistes sobre la muerte. Dices que bueno, la vida ya ha marcado su derrotero. No te sientes bien de inmediato. Solo esperas que la persona que reciba el órgano pueda vivir una buena vida junto a su familia.

Finalmente queda la memoria y el eterno retorno a los días azules, como diría el poeta Elicura Chihuailaf. Un hombre escribiendo una noche de invierno una columna gris para sus lectores amables.

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