Domestiquemos a la muerte

¡Morir!… ¿podré resistir tamaño acontecimiento, o moriré en el momento en que me vaya a morir de pena y de sentimiento? ¡Morir!, ¡Morir! No quisiera morir para siempre, no. ¡Espérate, muerte! ¡Espera, y déjame que me muera cuando te lo pida yo!”

Este fragmento de un poema de Miguel Hernández, refleja el miedo que tenemos ante el permanente acecho de la muerte, fenómeno misterioso, rechazado, no aceptado y usualmente negado.

La muerte y el nacimiento son dos momentos naturales de una misma vida. El nacimiento es generalmente un acontecimiento feliz, la muerte es vil, el momento temido, el indeseado e irreversible fin del ser humano.

Desde el punto de vista médico la muerte ocurre cuando hay cese total e irreversible de las funciones vitales del organismo. En Chile ocurren unas 100.000 muertes por año, es decir unas 270 muertes diarias de personas de todas las edades y en diversas circunstancias y lugares. La muerte es un fenómeno cotidiano.

¿Por qué nos cuesta tanto aceptarla y enfrentarla? ¿Por qué no queremos envejecer? Este proceso natural de declive es una transformación vista como sombría y perjudicial; insistimos en mantenernos “jóvenes” haciendo desaparecer como sea, todo rasgo que anuncie senectud.

Curiosamente, aunque amemos la naturaleza y la elevemos como un éxtasis de vida -por ejemplo ante la contemplación de un hermoso paisaje o un cielo estrellado- insistimos en controlarla y en no aceptarla dentro de su variabilidad, haciendo prevalecer nuestros anhelos de inmortalidad.

Los médicos nos hemos familiarizado con la muerte desde nuestro ingreso a la escuela de medicina, a través de la asignatura de anatomía. Aún adolescentes, en un pabellón saturado de un olor penetrante a formalina, nos presentan un cadáver inicialmente tapado con una sábana, que al descubrirlo nos revela –sin preámbulo alguno- un cuerpo desnudo, inerte y rígido de un humano que alguna vez vivió, sintió, ejerció algún oficio, amó, recorrió senderos con sus propios pies, tuvo una familia, fue a comprar algo, se sentó frente al televisor, en fin, hizo todo aquello que hoy  los vivos seguimos haciendo.

En nuestro incursionar en la ciencia médica debíamos descubrir qué contiene ese cuerpo muerto y de qué está hecho. El bisturí y el proceso de disección del tórax, del abdomen, de un miembro superior o inferior nos iban mostrando, sin filtro alguno, las múltiples y complejas estructuras, sus texturas y configuraciones, sus entrelazamientos y conexiones, ninguna pieza aislada de la otra. Esa entidad inanimada nos habló a gritos y, generosamente nos permitió conocer y luego comprender la constitución y el funcionamiento biológico del cuerpo… obra asombrosa.

Más tarde y durante el ejercicio de la medicina, vemos a los pacientes morir y con ellos una parte de nosotros mismos se va con ellos, porque hemos sido entrenados para “salvar vidas” y para preservarlas en nuestros enfermos. La muerte de un paciente es también un fracaso para el médico. Hoy estamos llamados a discernir -con amor y realismo- si nuestros esfuerzos por mantener el funcionamiento sistémico y el orden fisiológico del organismo de nuestro paciente, serán ilimitados ante un pronóstico ominoso claro y nos planteamos, desde una perspectiva ética, el limitar el esfuerzo terapéutico dando proporcionalidad a esta lucha dependiente de artefactos tecnológicos, drogas, procedimientos invasivos y otros métodos artificiales para preservar y prolongar una vida que ya no es.     

Adicionalmente, requerimos de prudencia y mucho temple, frente a una familia que está aterrorizada ante el evento de muerte, exigiendo la preservación de las funciones vitales. Aquí estamos llamados a cuidar de nuestro paciente para no dañarlo o invadirlo innecesariamente, recordando no anteponer el cuidado sus órganos al cuidado de la persona.

Hoy, el excesivo higienismo en que se da la muerte, al interior de recintos hospitalarios, sofisticadas unidades de cuidados críticos con todo el “cuerpo bajo control”, nos llevan a reflexionar -estando ahora vivos- si es así como queremos morir y conversar esto al interior de nuestra familia, dejando de reprimir socialmente un hecho natural e innegable.

En palabras del sociólogo judío-alemán Norbert Elias, “…el encubrimiento del desasosiego que en nuestros días suele rodear todos los aspectos de la vida que tienen que ver con la muerte, sirve de escasa ayuda”.

Tal vez hablando de la muerte, encontramos más sentido a la propia vida.

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