No hay urgencia

Hay temas más urgentes dice un Honorable. No hay urgencia, dice otro. No podemos sacar leyes expreso. La verdad es que nunca ha habido urgencia, no por lo menos en opinión de estos señores bien nacidos, bien criados, bien educados, bien remunerados. Varones todos, hombres viejos aún cuando sean más jóvenes que yo, hombres que se han hecho viejos antes de tiempo, hombres aposentados en la comodidad del poder, de la representación de otros hombres igual de envejecidos. Y dictaminan, no hay urgencia.

En lo personal trato de no opinar, nunca me llegó la regla, nunca supe lo que eran los dolores menstruales y apenas puedo imaginar aquello de que “con dolor parirás a tus hijos”. No fui penetrado contra mi voluntad, no me violaron, no me vi obligado a fingir lo que no sentía. No sentí las manos grasosas de un veterano sobre el cuerpo ni la penetración dolorosa que desgarra. Nada de eso pasó por mi vida. No tuve que acarrear la vergüenza ni la culpa, no tuve que explicar que no fui yo el que provocó al agresor. Nadie me preguntó ni dijo, “¿no será que algo habrás hecho?”, o “¿quién te manda a caminar la Alameda a esa hora”?

No hablo por principio, por rigor, porque no puedo, porque no me cabe hacerlo, porque no me corresponde. Por pudor, porque no doy consejos, porque me sé más hijo de la ignorancia que de la verdad es que no opino. Porque nací bien, bien criado, bien educado, bien remunerado; porque, a la postre, envejecí, pero sin nunca llegar a ser un caballero, no supe lo que era eso, no usé corbata ni frecuenté los círculos del poder. Porque no quiero que sean los mismos iluminados quienes me privan del derecho a disponer de mi propia vida los que ahora decidan por aquellas mujeres que a razón de siete o  más por día son violadas en nuestro país.

Trato, con mucha dificultad, de amar a quienes se hacinan en sus casas, a quienes salen a trabajar sin saber si acaso volverán, a quienes llegan a las postas con los muslos ensangrentados y a quienes espetan médicos y auxiliares: “¿no te gustó acaso?”

A quienes, en definitiva, no son los urgentes, aquellas para quienes las salas de espera son un castigo, a las condenadas, las que despiertan a medianoche con la imagen de su agresor.

Aquellas cuyas vidas son secundarias, empleadas de tienda, trabajadoras de call center, reponedoras, inmigrantes, indígenas, las que no importan, las que tienen una tremenda voz que nadie está dispuesto a escuchar. Sentenciadas, trabajadoras de café con piernas, empaquetadoras en supermercados, aparadoras de calzado, acerca de quienes los señores  bien nacidos solo escuchan, si es que lo hacen, a través de sus nanas o de las señoras que imploran caridad en municipios y delegaciones distritales.

No importa el millar de mujeres que serán violadas en lo que dure la tramitación de la ley de las tres causas. En realidad nunca importaron. ¿Cuántas? ¿Ochenta mil mujeres violadas desde que se abolió el aborto terapeútico?

Vaya uno a saber. ¿Cuántas de ellas habrán recibido la ayuda que (a lo mejor) (algún día) se les ofrezca? Pero ahora sí, ahora se les va a acompañar, se les dará el apoyo espiritual y psicológico que necesitan, el mismo que a diario se entrega a las menores del Sename, a las abuelas abandonadas en casas “de reposo”, a las violentadas por sus parejas y a las abusadas por sus patrones, empleadores o profesores.

No es tiempo de la “voz de los sin voz”, más bien es el tiempo de una gran sordera producida por las costras y las callosidades impuestas por tanta segregación. Y como inspiración nacida de la nada aparecen las voces – gritos y aullidos - moralizantes, de quienes sí saben vivir, de los caballeros que sí se sienten poseedores de la verdad, que se saben a sí mismos salvadores de la patria, de una patria vieja, anquilosada, indolente. Son los que vienen al rescate moral de las mujeres que ha mucho tiempo abandonaron a su suerte.

No hablo, en principio, de lo que no me corresponde. Pero tampoco quiero escuchar a tanto fundamentalista que anda suelto en los pasillos de nuestro Parlamento.  No quiero tampoco que ocho caballeros, todos abogados o casi, decidan por un pueblo; que un Tribunal donde no hay jóvenes ni indígenas ni obreros ni provincianos ni mujeres (salvo un par) sean la voz autorizada.

Que estos caballeros, moradores del sector oriente de la capital, en los contrafuertes del ABC1, sean los que priven de derechos al país de las mujeres. La sola idea me espanta.

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