3 a 3, empatados, indiferentes y gozosos

“A house still doesn’t make a home”  (U2)

“Escuché que trabaja con las personas que viven en la calle”, me interpela un interesado y bastante bebido parroquiano en uno de los pocos viejos boliches que van quedando en nuestra ciudad. “¿Y qué hace exactamente con ellos?”, pregunta, apurando con sentido de lo concreto una respuesta que, como él mismo se encargará de aclarar, difícilmente podía ir o estar en otra línea: “¿les lleva comida por las noches, trabaja en alguna hospedería, qué?”, arremete, respondiendo por él aquello que ya no era solo mío ni, tampoco, posible en alguna otra dirección.

Expropiado de mi propio hacer, ya que no solo de mi respuesta, algo digo de la antropología y la necesidad de comprender los mundos desde el foco de esos mundos y no, creo que este fue el hincapié, de nuestra ajena idea de lo que ellos son o podrían ser. No muy claro, lo que sería el inicial trabalenguas de esa noche, ahora lo pienso, no estaría muy distante de lo que a diario hacemos en la ciencia; lo que siguió, para pesar nuestro, tampoco de la falta de entendimiento que no siempre logramos vencer y, peor aún, siquiera apreciar en tal ostensible derrota.

“¡No ha contestado mi pregunta!”, entusiasta, al rato exhorta Juan Pablo, ya con nombre, mientras camina hacia la puerta por un poco del mezquinado aire libre que sus pulmones, la industria del tabaco y nuestras restrictivas leyes han ayudado a encerrar.

Haciéndome el desentendido, trato de girar el tema hacia lo que él hace, las razones de su interés, incluso al hecho de que tuviera que salir para poder disfrutar de lo que sea que obtenga bajo el humo del cigarro.

Contando, ahora él, que cada cierto tiempo lleva café a quienes duermen fuera de la posta central junto a algunos de sus compañeros de trabajo, la reiteración de la palabra compasión y su lectura de la calle como un espacio solo de pesares, me llevan a plantear que la protección no es patrimonio de la vida bajo techo y, menos, que sus puertas sean sinónimo solo de umbral.

Cerradas, afirmo, a la aceptación de su papel en lo que a la situación de calle se refiere, también, me escucho decir, lo están a la comprensión del abrigo que en la calle se puede encontrar cuando todo lo otro se ha cerrado (o, tratando de controlar el ímpetu, a lo que ella puede ofrecer como espacio distinto al del domicilio). Segundo fracaso, su insistencia en lo material y la propia en las muchas formas en que ello puede ser significado, separando aguas otra vez nos dejan en los bordes de la ciencia: lejos de entendernos y a ambos pugnando por, y creyendo en, su resistido cruce.

Proponiendo, entonces, que la privación no resulta convincente como solitario factor del fenómeno, mientras afirmo que de serlo sus números tendrían que ser más cercanos a los índices de pobreza, y él que la calle aun así podía seguir siendo terrible para la vida, los ecos de la muerte, no tan reciente, de Mario Barosi Cisternas, un estacionador de automóviles de 63 años de edad en las afueras del hospital Salvador, impiden que su insistencia sea solo insistencia.

Ocurrida la noche del 13 de septiembre pasado como producto de una herida mal cuidada, el hecho que a su muerte no llegara la asistencia de lo domiciliado, nuevamente nos llevan al lugar de la desprotección y la inasible pregunta por su procedencia.

Sin sentido, en varios sentidos, su interés por las razones que pueden llevar a alguien de vivir bajo techo a hacerlo fuera de él, poniendo el foco en el quiebre con y sin domicilio, como en las teorías con que se aborda el tema, también acá señalan esa distancia y a ese momento como cruciales en su comprensión.

De paso, la experiencia de la calle y su continuidad como efectiva trayectoria vital sin saltos resulta obscurecida por nuestras dificultades para observarla; lo mismo, pero consagrada por la autoridad del observador, la perspectiva con que es construida como convencimiento y, más tarde, alzada como realidad.

Lejos, pues, de la pregunta por la vida o del hecho que la gente también muera puertas adentro de sus casas, la continuidad de la conversación, copa a copa como argumento y tal como en los canales de la academia donde paper, ponencias y otras presentaciones pueden embotar de verdad lo que en rigor no es más que puntos de vista, ya más cerca de la barra y con otros concurrentes integrados a la discusión, siguió el imaginable curso de las cosas: abrirse a otros temas y ahogar en su embriaguez lo que más acá de su efecto no lo era.

Girando, entonces, hacia el tipo de patente del lugar y el precio que podía llegar a tener en caso de una hipotética venta, la imposibilidad de reunir las escuchas –imagen de bar que también se puede oír y no oír en los no siempre abiertos pasillos de la ciencia–, habiendo cruzado las voces, ya que no las perspectivas que las levantaban, no logró llevar su asunto mucho más allá de la pura enunciación. La expansión de lo domiciliado, afuera como edificación en altura y adentro como su equivalente en la conversación, literal y metafóricamente había cooptado nuestra atención.

Desplazada en importancia, y ésta la última derrota de la noche, lo que minutos antes había sido cuestión de apasionado intercambio, solo un rato después lo era de empatada y consentida indiferencia.

La similitud con lo sucedido en la calle, donde la presencia de esta población puede ni siquiera ser notada, amén de brillar en los ojos tanto como en los chorreados vasos de la concurrencia, repetía bajo techo lo que fuera no es exactamente brillante. Más bien opaco, su pérdida de piso, o de techo si se quiere, no era muy distinta a la señalada por el material proceso de gentrificación; la pugna por significarlo de uno u otro modo, tampoco del distinto control y acceso que tenemos a los medios de producción de sentido y a sus canales de circulación.

Ahí el resumen de la noche, que varias semanas después Luchito, un conocido estacionador de vehículos de la comuna de Santiago, otra vez quedara en la calle por obra y gracia del municipio local que botó a la basura la mayoría de sus pertenencias, ya no podía ser importante.

No, si tal cosa se ha instalado como el incuestionable modo de compeler a la puesta bajo techo de esta población. Y menos, si lo público ha dejado de entenderse como el patrimonio de lo público y la conversación, puerta al entendimiento, sigue atada a la casa y ésta cerrada a lo que sea que del otro lado también pudiese haber.

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