El ahogo de Narciso

Complacidos de nosotros mismos, la era de la selfie despuntaba con fuerza. Daba igual el número de tomas y cambios de escenario, el yo podía ser editado una y otra vez hasta dar con la luz perfecta, el ángulo preciso y la pose indicada. Una fotografía era tan duradera como nuestro ánimo dictara, un yo voluble, desechable y reinventado era el secreto a voces de todos los narcisos posmodernos; el backstage de cada quien como objeto de diseño, era escondido sigilosamente tras un baile de máscaras.

Tributarios del paradigma del parecer, pasamos mucho tiempo en cierta zona de confort a pesar de las exigencias de la dictadura de belleza y perfección. Con una especie de ventana temporal que permitía editarnos, cada publicación, foto de perfil o historia lograba responder al mandato hedonista de la sociedad de consumo, que ordena la corrección del defecto y el destaque dentro de la masa, paradójicamente, con el mismo lenguaje estético de aquella.

Pero un virus desnudó la farsa y los momentos felices, lugares exteriores y descollante vitalidad, infaltables en el yo "sélfico" pre-pandémico, fueron relegados a momentos excesivamente cotidianos, a un mismo lugar y a la monotonía, dando inicio al yo "zóomico" pandémico, la nueva forma de ser y estar en el medio digital que ha terminado con el baile de máscaras.

El nombre de esta plataforma ya nos lo advertía. Nos propuso sin darnos cuenta un acercar casi higiénico, purista, libre de sellos de edición del yo, el triunfo de la imagen auténtica en un mundo de filtros. Zoom ha cercado tanto al yo como objeto de diseño, que ha subvertido su naturaleza estetizada, despojándolo de su poder selectivo ante la condición de inmediatez y periodicidad que obliga; si el yo sélfico tenía el control de sí y de su entorno, el yo zóomico se ha rendido al enfoque inevitable de la verdad doméstica de los narcisos posmodernos.

Juguetes por el suelo, la mesa sin levantar, gritos a lo lejos, semi-vestido para la ocasión y pendiente de los cuerpos que pasan por su espalda; el nuevo y glamoroso escenario del que hace un tiempo era el rey o reina de las redes, ahora ve con distancia el pasado de decenas de me gusta y visualizaciones de sus highlights, la selección cuidada de lo que mostraba ha terminado, y hoy, en un rinconcito que pudo hallar, ordenar y decorar, vive sus cansadoras reuniones, clases o encuentros fraternos, esperando no hacer el loco una vez más dando su mejor discurso para recibir un "estás muteado" y que la magia e inspiración que tenía, se disipe en una boba y nerviosa sonrisa.

¿Zoom es el espejo tramposo de Némesis para los narcisos posmodernos?

El mosaico de rostros diluye y desdibuja al yo entre las otras identidades en pantalla, perdiendo su individualidad y distinción que sí mantenía en las redes sociales exhibicionistas. Nuestra imagen se ha reducido a un cuadrado de baja resolución, caídas de transmisión o pausas poco favorables en plena habla, forzando una interacción con el otro en ausencia del cuerpo y movimiento real.

Esta telerrealidad nos está pasando la cuenta y ya causa la "fatiga de Zoom", exigimos los sentidos de la vista y el oído ante la pérdida del lenguaje no verbal, y las respiraciones, gestos, pausas o miradas cómplices han sido anuladas. "Las interacciones virtuales pueden ser duras para el cerebro", sentencia National Geographic. Y es que el cuerpo disociado frente a un otro, limitado a una caja, afecta nuestra capacidad para negociar el movimiento a través del espacio físico por el exceso de pantalla.

Para algunos, este bien puede ser el preludio de un mundo cyborg, con humanos post orgánicos que prescindan de su propia naturaleza con un fin evolutivo. Las ventajas son también evidentes, y el teletrabajo así lo demuestra para los privilegiados; no hay que "arreglarse" para una reunión o clase, puedes estar acostado, en pantuflas y con tu perro mientras produces. Para otros, el riesgo de racionalizar nuestras interacciones con la dificultad de leer, y más aún, de sentir al otro, acrecientan la nostalgia del cuerpo y del rito social.

"Es cierto, puedes estar hablando de Sylvia Plath con un guatero. Pero nunca quise entrar a una videollamada en pijama o desnuda porque nunca quise ausentarme de mi cuerpo. ¿Para qué ducharse antes de un Zoom, para qué lavarse los dientes? Para existir", escribe María José Viera-Gallo.

Existir. A tal reflexión y disyuntiva ha llegado el narciso posmoderno. Existimos con y para un otro, y el botón rojo de abandonar la reunión, sólo profundiza la ilusión de interacción con los otros mosaicos. El yo ha sido fragmentado, y en esa fractura, se ha convencido de que es indispensable "ver" al otro para unir las piezas de lo que era su propia identidad.

Narciso lucha por no ahogarse y que su imagen no se diluya. Finge sus antiguos ritos y llena algunas copas frente al computador, conjugando un verbo como algo coloquial para la nueva simulación en la vida virtual, "voy a zoomear" o "iré a un zoompleaños"; cada conexión es un impulso, a veces certero, a veces desesperado, por no hundirse en el espejo tramposo de la pantalla.

Mientras, otros disfrutan de una simple llamada telefónica. Despertar la imaginación, perder la mirada en un objeto, escuchar los suspiros del interlocutor, sus inflexiones de voz. Siempre está la opción de desactivar la cámara.

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