El otro “súper lunes” y el viernes a la vuelta de la esquina

Hasta febrero pensaba, con una mezcla confusa de risa y frustración, que de formarse el sindicato de “profesores taxi” o “profesores hora” o “profesores móviles,” o cualquier mote o eufemismo para denominar a quienes hacen docencia universitaria sin contrato y en condiciones de precarización laboral indignas, de hacerse ese triste sindicato, pensaba, yo iba a salir en la insignia o a ser nombrado como niño símbolo de la noble causa.

El dato duro es que en 2016 iba a dictar entre ocho y diez asignaturas solo el primer semestre y en cuatro universidades distintas y, además, a trabajar part time en el centro de medición de una prestigiosa escuela de psicología.

Esas universidades iban de la UC, con todos los años de acreditación que puede otorgar la CNA, a otra que prefiero no nombrar pero que carece de todo, no solo de acreditación (también de infraestructura adecuada, bibliotecas decentes, académicos con jornada),universidad que estando a mediados de marzo todavía no me pagaba mis modestos honorarios del mes de diciembre.

El asunto es que, cuando casi desfallecía y admitía que era momento de dedicarme a otra cosa, gané un concurso académico. Y tras una década haciendo clases en universidades, por primera vez una institución de educación superior me pagaría las cotizaciones, me tendría oficina y me permitiría hacer investigación además de clases.

En estos diez años siempre, siempre, había ingresado a las universidades enviando un correo electrónico al Jefe de Escuela (adjuntando mi CV y una carta de presentación) o bien, participando en concursos académicos públicos.

Esta no fue la excepción, respondí a un aviso aparecido en el legendario espacio de El Mercurio apodado cariñosamente “Artes y Pegas”, y tras varias entrevistas firmé mi primer contrato como académico.

Lo cierto es que nunca he podido “arrimarme a buen árbol”, hacer lobby, generar amistades con posiciones estratégicas que más tarde premien mi lealtad con un buen puesto o una beca en sus respectivas escuelas o departamentos; carezco de talento para las relaciones públicas; carezco de talento, en realidad, para casi cualquier actividad social.Bueno, por eso escribo, supongo.

Sin embargo, el concurso no era en una universidad de Santiago. Y, pese a que es cerca, en la Quinta Región, debo trasladarme a otra cuidad entre semana. Viajo el domingo en la tarde y regreso los viernes en la noche. No lo digo porque crea que es un esfuerzo hacerlo. No lo es. Disfruto viviendo en Viña y estando en Santiago los fines de semana. Sé, además, que las condiciones laborales del 90% de la población son peores. El problema en realidad es otro.

Ese problema, al parecer, de tan cotidiano se ha convertido en un fenómeno invisible. El asunto es este, soy separado y veo a mi hija solo los fines de semana. En ese contexto, vivir fuera de Santiago pone todo más difícil; aunque, con absoluta sinceridad, tampoco me quejo, el amor de mi ex esposa hacia mi hija (su sentido común también) hacen que disfrute de un privilegio que para otros es impensable: la veo todas las semanas, sin excepción, de viernes a domingo.

Así es que no, no puedo quejarme. La mamá de mi hija es conciente del valor de la figura paterna para una niña o un niño. Y desde luego yo hago mi parte, y soy responsable en todo aquello que me concierne, partiendo por la manutención de mi hija.

Pero, aun así, la experiencia es tremendamente dolorosa.

Recuerdo que repitieron majaderamente un slogan al iniciarse el año laboral, tras las vacaciones: el “Súper lunes”. Así designaron al 29 de febrero porque una buena cantidad de chilenos –guaguas, niños y jóvenes incluidos– volvían a sus actividades cotidianas, abarrotando de paso las calles de la capital.

El caso es que los papás separados tenemos otro “Súper lunes”. Yo lo tengo todas las semanas, y me duele al tiempo que me regocija. Ese súper lunes es el hecho de volver a estar solo, otra vez, sin mi hija. Me alegra, por cierto, que sea todas las semanas, y me da pánico solo pensar verla cada quince días o más, como le sucede a casi todos los padres en mi situación.

Por supuesto, no daré en esta columna consejos a nadie, de ningún tipo. Sé que muchos papás se comportan como adolescentes irresponsables, que no se preocupan de sus hijos, que se niegan a entregar los recursos económicos básicos para la subsistencia del niño. Sé, asimismo, que muchas mamás gastan buena parte de su tiempo diciéndoles cosas horribles del padre a sus hijos, poniéndolos en su contra, solo para sacarse de encima su propia rabia y despecho.

Hay de todo aquí y en todas partes; de uno y otro lado encontramos padres inadecuados, egoístas, profundamente equivocados. Y, por fortuna, hay una buena porción que pese a sus desavenencias como pareja, actúan poniendo por delante el bien de sus hijos.

Cada realidad es distinta, cada familia y persona también lo es. Por eso, no hay generalización que valga y lo más prudente, lo más sensato, es escamotear la tentación de la moralina.

Solo vale la pena, creo, hablar desde uno mismo, no existe otro lugar tan legítimo ni certero como la propia experiencia. Y, así las cosas, me queda lamentarme por ese otro “Súper lunes” que vivo tras un fin de semana lleno de luz y felicidad. Y, junto con lamentarme, agradecer, antes que nadie a la mamá de mi hija,  porque ese “Súper lunes” sea cada siete días y no cada quince o una vez al mes o cuando ella así lo quiera.

Ahora que he conseguido un trabajo en un mercado donde campea la mentada “flexibilidad” laboral, y debo trasladarme a otra ciudad para dedicarme a lo mío, esos lunes de soledad se hacen más largos, la melancolía es más intensa.

 Por suerte, la semana pasa rápido entre las actividades, y el viernes, el anhelado viernes,parece siempre a la vuelta de la esquina, incluso ese día terrible y despiadado que inaugura cada semana.

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