Instituto Nacional, un bicentenario para la humildad

¿Qué tienen en común, al margen del gusto por andar poniendo “sobre nombres” a todo lo que se mueva, un ex presidente como Domingo Santa María, otro como José Manuel Balmaceda, premios nacionales de literatura como Fernando Santiván o Miguel Arteche, La sonora Tomo Como Rey, José Miguel Varas, o Manuel Montt?, ¿sólo que son chilenos?

Los une también haber estudiado en el Instituto Nacional, ¿pero sólo eso los hermana?¿Acaso únicamente los ensambla haber vivido las temidas pruebas de nivel o sobrevivir al legendario “hoyito patada de pasillo”, ése que obligaba al caído en desgracia a correr a tocar la puerta de la sala para librarse del infierno?

No, no son sólo todas esas cosas, pues son asuntos secundarios para un egresado de ahí.No hagamos caso al discurso chauvinista sobre la institución, emanado tantas veces desde algunos trasnochados que confunden insignia o estandarte con comunidad.

Ellos, los de laureles en los libros de historia y nosotros, menos virtuosos, pero no faltos de importancia para los nuestros, tenemos en común entender que la inteligencia sin bondad no sirve.

Ellos y nosotros hemos aceptamos que el intelecto debe servir sólo para evitar que nos hagan tontos con el vuelto, pues lo importante es servir al prójimo, para eso nos instruyeron.

Para defender, gobernar, hacer florecer y dar honor a nuestro país se necesita no sólo la excelencia, es preciso además jamás olvidar nuestros barrios de origen.

Este colegio bicentenario también cumple otra misión noble. Es tal vez el primer y uno de los últimos sitios en nuestra República donde para siempre compartirán banco en la vida el hijo de un taxista, el retoño de un ministro de Estado, con otro de casa pareada.

Generaciones de institutanos han combatido el clasismo, pues de adultos se respetan, ayudan y fraternizan no importando a qué cumbres socioeconómicas hayan ascendido.Hablamos de fraternidad, igualdad y libertad, esas tres máximas que el arribista y el ególatra jamás practicarán.

Un profesor, al cual hasta hoy no soporto, contó una anécdota jamás olvidada.Relató cómo un día en un elevador, un ex alumno le saludó efusivamente y le dio las gracias.Se trataba de un antiguo discípulo haciendo una de las tareas menos valoradas en esta sociedad exitista, pues era el ascensorista del edificio. No sólo cuentan los ex alumnos prósperos. El docente, nos narró emocionado esa historia para graficar cómo lo cardinal es ser personas de bien.

Sólo cumplimos 200 años, seamos humildes y agradecidos, aún somos “más paisaje que país” como dice Nicanor Parra, otro “casi” institutano.

Eton, el célebre colegio fundado por el Rey Enrique VI de Inglaterra en 1440 y donde estudiaron David Cameron, el Capitán Garfio de Peter Pan, James Bond, el doctor House y Charles Rolls (el socio de Royce), carga un mote similar al nuestro: ser un establecimiento elitista.

En muchos aspectos ello es mentira, calma… sólo se lanzan piedras a los árboles que dan frutos.El inglés fue fundado para que un número muy importante de alumnos pobres accedieran a el gracias a las becas de la corona, de lo contrario un punga como George Orwell, no habría podido estudiar ahí.

El nuestro es público, es para todos los que sueñen y ha sido forjado también por juegos desequilibrados como el “hoyito patada de pasillo”, que aún no llega a la sofisticación perversa de las reglas del Wall Game o “Juego de Pared” de Eton (véanlo en youtube por favor), pero para allá vamos, dennos tiempo, sólo cumplimos dos siglos.

Confío en el día, de acá al aniversario 300, en que dejaremos de ser paisaje para ser país y en ese perturbado futuro alumno del Nacional, que inventará las normas de un juego parido en nuestros patios, cercano al de Eton en la cómica irreverencia de su estupidez.

¿Qué más tiene en común una institución fundada por un rey hace 573 años y este primer foco de luz de la nación de doscientos agostos?, ambos mundos practican eso llamado “identidad”.

Celebremos los dos siglos, pero festejemos con mayor brío el hecho de que cuando nos topamos por las calles dejamos de lado al abogado, ingeniero, médico, artista, artesano, comerciante, empresario, transportista, técnico, pensador o científico, para que se puedan saludar tranquilos el “guatón” de Cerro Navia, el “cabezón” criado en Plaza Egaña, con ese “chico catete” que llegó de Las Condes a calle Arturo Prat 33, para compartir lo más importante de este colegio: ese brutal recreo de 4200 energúmenos tras unas 15 pelotas de plástico.

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