La edad de oro

El mediático desembarco de Kidzania en nuestras costas, amigables para todo tipo de desmadre foráneo, no deja de llamar la atención, dado el particular estado de los niños en nuestro país.

Este complejo parque mediático, o campo de adoctrinamiento neoliberal ha recibido, como es de esperar, el beneplácito de la prensa oficial, a caballo entre el snobismo tipo Carrie Bradshaw y la cháchara hi-tech. Yo creo ver el influjo de algo más.

Compilar las declaraciones más burdas y rimbombantes que engalanan, con estupidez persistente, el discurso en boga del Chile del siglo XXI, el miembro ordenado, pero ineficaz, de la OCDE, el modelo fiscal que crece al 6%, puede parecer mera arqueología del tedio, remedio para melancólicos o pega cotidiana de publicista de banco. No es peregrino lo que digo.

Desde connotados sociólogos hasta, bueno, Longueira, existe todavía, la necesidad de construir un relato que ilustre, anime, o valide todo proceso cultural vigente. Al final del día, sin embargo, no es un sistema doctrinal coherente lo que sustenta lo que vivimos.

Más bien, se percibe una retahíla de lugares comunes, intercambiables y desechables como el celular que usted tiene en la oreja y que se le va a echar a perder mañana. Lo preocupante, sin embargo, ni siquiera son las florituras del lenguaje o las promotoras que se usan como último recurso. Son sus supuestos destinatarios.

No hay asesor comunicacional que no les eche mano, como desgastado sombrero de mago, para que, en su alocución, el señor político en la sede vecinal, diga algo coherente, precisamente, antes de atorarse con la empanada o la caña de pipeño. Los ingredientes de esta receta retórica incluyen a los ancianos, la cultura, (que no sé por qué aquí se asocia obsesivamente con el teatro), la dueña de casa (la celebérrima y harto manoseada “señora Juanita”) y, por supuesto, los niños.

Ignorados por siglos, víctimas de todo tipo imaginable de abusos, discriminados, desde ser tratados como mera variable estadística, costo asociado o daño colateral por ausencia de preservativos, hasta su cosificación como sofisticados sucedáneos de las muñecas o indolentes y caprichosos entremeses de sobremesa para divertir a “los grandes”, los niños salen al baile de cuando en cuando, buscando el aplauso fácil de la barra pop o la lágrima de la señora que no se pierde la teleserie de la tarde.

No dudo que somos muchos quienes intentamos amarlos y protegerlos. Pero que nos hablen, ojalá que no mucho rato, porque mis intereses o mis vicios son más urgentes. Pero que les demos un espacio de reflexión real, que discutamos como país qué les pasa y qué necesitan no, no hay tiempo, porque la crisis de Grecia y Swazilandia, porque viene la elección de alcaldes y tengo que poner al compadre que me va a dar a mí la licitación, porque…

Las ciudades no están diseñadas para ellos. Los noticieros siguen reportando horrores e infiernos continuos de los que son invariables víctimas. Los tribunales desestiman los recursos que los alejen del pederasta o del cretino borracho con una correa en la mano.

Los adultos los siguen desterrando lejos de las habitaciones, hacia los patios contaminados, las calles tomadas por las pandillas, a los televisores saturados de Yingo y ultra violencia, al computador en cuyo chat lo espera ese amigo tan especial, donde no molesten, donde sean invisibles.

Desde hace pocos lustros cuentan con sus propios derechos. Los profesores hacen coloridos murales que los apoderados apenas miran con indiferencia. Sin embargo, existe otro síndrome ya instalado entre nosotros.

Apenas ayer, entendimos que la letra con sangre no entra, que un argumento racional es mejor que una bofetada, que nuestros regalones sí tienen opinión y que pueden alternarla con la nuestra a la hora de almuerzo, y entonces optamos por el fácil extremo opuesto.

Ahora nos actualizamos. Somos permisivos, relativistas y negligentes. Los traemos al mundo por atavismo, costumbre o ciego orgullo, los atosigamos de golosinas saturadas de azúcar y tecnología barata, los vestimos como adultos con mal gusto y nos divierte que perréen o se agarren a golpes con el compañero del kínder “b”. Si eso es amor…

Decimos ¡no al matonaje escolar!, pero premiamos lo que lo sustenta: la competencia, la brutalidad, las camarillas, el sometimiento y la humillación del otro, del diferente.

No les filtramos nada, ni el reality, ni la farándula soft porno, ni siquiera Los Simpsons, (porque usted cree, señora, que todos los monitos son para niños).

El celo sagrado de la inocencia, uno de los más altos valores universales, nos parece cursi y retrógrado: debemos educarlos, informarlos, tratarlos con respeto, claro que sí, pero… ¿cuál es el siguiente nivel de desarrollo de nuestro espectacular rol de padres cibernéticos?

Los fidelizamos como clientes, los hacemos blanco de nuestro bombardeo, tipo napalm para sus almas, de costoso marketing, los estresamos para que tengan el touch o la última play que su compañero de banco sí tiene (a crédito, obvio) y ahora los vamos a llevar al nuevo centro de entretenimiento masivo, utopía que consagra el Reich de mil años del capital, donde aprenderán, como nosotros, a competir, relegar, segregar, coludirse, evadir, repactar unilateralmente, monopolizar y quién sabe qué vicio ilustre más.

“La edad de oro”, tituló hermosamente José Martí un libro que recopiló especialmente para ellos. Queda claro qué sentido le asigna el mundo actual a esta idea tan inspirada de los años de la inocencia y el aprendizaje, que no dudamos en seguir quebrantando.

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