La ley que profesionalizó la inclusión laboral y derribó la institucionalidad de la lástima

La Ley 21.015 puso en el mapa laboral a las personas con discapacidad, comenzando con acciones concretas el proceso de derribar la institucionalidad en torno a la lástima y la caridad. De este modo, el 1 de abril se cumplieron cuatro años de normativa, conocida popularmente como la Ley de Inclusión Laboral y que ha sido -a mi parecer- la mejor política pública para las casi tres millones de personas con discapacidad en Chile, en edad de trabajar.

Literalmente, puso en el mapa laboral a un colectivo de personas que dentro de las minorías es el más grande de nuestro país. Seis de 10 personas con discapacidad no tenía trabajo, y de las cuatro empleadas, no necesariamente se desempeñaban en roles para los cuales se habían preparado.

Hubo un antes y un después importantísimo, sin embargo, aún persisten algunas demandas no resueltas que se necesitan evidenciar, si queremos avanzar. Por ejemplo, generar mecanismos para la reducción de brechas de género en la contratación, fomentar la contratación y desarrollo de ajustes razonables, como mejorar la fiscalización y el sistema de multas.

Es doloroso saber que el 64,3% de las personas con discapacidad contratadas son hombres, versus el 35,7% que son mujeres, cuando son más las mujeres con discapacidad. Eso revela que el mayor nudo crítico de esta ley es que se establece que el 1% en el Estado y empresas privadas que tengan 100 o más trabajadores(as) está reservado para contratar personas con discapacidad o beneficiarias de pensión de invalidez.

El punto es que la normativa les dice a las empresas "contrata", pero no les dice cómo lo tienen que hacer, y es por eso que hemos visibilizado por todos los medios que ese fue un error. Hay que reconocer que el sector privado no lo ha tenido fácil. Hay leyes de inclusión laboral en el mundo que exigen procesos de intermediación laboral y/o modelo de empleo con apoyo; y esa es la bandera que hemos levantado firmemente como Fundación Ronda en nuestro país, pero que aún no se concreta.

¿Qué significa esto? Significa que se requieren sí o sí procesos que acompañen por una parte a la organización; y por otra, a la persona con discapacidad que se requiere contratar, para asegurar que la inclusión sea en igualdad de oportunidad y condiciones. Es decir, que se haya realizado previamente una evaluación de puesto de trabajo, concientizaciones al entorno, seguimientos laborales y todo lo necesario para garantizar que el proceso sea inclusivo y sostenible en el tiempo.

Hay compañías que han decidido ir más allá de simplemente acatar con lo que se establece, creando culturas que valoran el talento diverso, pero lamentablemente otras, que a su vez componen la gran mayoría, lo que hacen es simplemente cumplir con lo exigido. Es decir, realizan un check con los números o cuotas requeridas, dejando de lado lo más importante, que es el bienestar de las personas que colaboran en su organización.

Y si bien esta ley no dice los pasos a seguir, hay otras normativas que vinieron después -con el empujón de la sociedad civil, organismos internacionales y parlamentarios(as)- a enmendar en parte ese error, mostrando las etapas de este camino, que está muy lejos de ser fácil, pero que estamos convencidos(as), es ultra necesario transitar, para crear sociedades que valoren nuestras diferencias y que nos permitan, en definitiva, ser más felices en nuestros puestos de trabajo, donde todos(as) seamos bienvenidos(as).

El llamado es a que en este escenario, con proyectos de mejora en el Congreso, la Ley 21.275 -que potencia a la anterior- y una nueva Constitución en desarrollo, situemos a las personas al centro de nuestro quehacer y decidamos ser organizaciones públicas y privadas que elijan ser inclusivas desde su ADN, y por qué no, no sólo en materias de discapacidad, sino considerando en su totalidad a aquellos que han vivido con barreras de acceso y que necesitan ser vistos(as) como lo que son... personas.

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