La trampa del amor y la virtud de la ira

Me parece que es un error significativo reducir el amor a una emoción, porque las emociones son pasajeras, van y vienen. Puede ser uno de los tantos efectos nocivos de esa corriente llamada "romanticismo", que ensalzó el sentimiento en desmedro de la razón. A este respecto me abrió los ojos, a mis prístinos 15 años, Erich Fromm con su famoso libro "El arte de amar", que me tocó leer en 3º medio.

En él, Fromm establece una diferencia tajante entre enamoramiento y amor. El enamoramiento es una ilusión, en el sentido de espejismo. Es una especie de hechizo, como decía en aquellos tiempos una canción hecha famosa por Creedence Clearwater Revival "I've put a spell on you". Según el autor, el amor es una facultad que todos poseemos, una capacidad que hay que poner en ejercicio. En términos pedagógicos actuales, una competencia. Cuando salimos del hechizo y nos enfrentamos a la persona real, con sus virtudes y defectos, comprometiéndonos con ella, con su bienestar, ahí empieza el amor. Fromm me convirtió en un "romanticida". Lo dicho hasta aquí corresponde a una consideración antropológica.

Desde la perspectiva de la fe judeo-cristiana, recuerdo que soy teólogo católico y resulta que, en el Antiguo Testamento, los términos usados en hebreo para amor no se refieren tanto a los sentimientos cuanto a la realización de acciones en favor de otros. Amar es hacer el bien, algo concreto. Y es lo que aparece también en el Nuevo Testamento. Así se hace entendible ese extraño mandato de Jesús a sus seguidores de amar a los enemigos (ver Mateo 5,44; Lucas 6,27-28). Si entendemos el amor como sentimiento, estamos fritos: cómo voy a amar a tal persona, si de sólo verla me produce urticaria. Pero el que me caiga mal no significa que no pueda hacerle el bien. De esto es de lo que se trata. Lucas lo dice con todas sus letras: "Pero a ustedes, los que me escuchan, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian" (Lc 6,27). Es lo que en el ámbito socio-político llamamos amistad cívica. Que pensemos diferente no nos condena a hacernos el mal, también nos podemos hacer el bien.

La trampa del amor consiste en concebirlo como sentimiento, porque en cuanto tal puede quedar restringido a sentirlo, al ámbito de la interioridad, de lo intangible; justificándose en la pura emoción. Pero de qué sirve esto si no se traduce en una acción eficaz en favor de quien lo necesita. Más bien puede ser utilizado como un distractor para desplazar el foco de atención de lo que se hace a lo que se siente, compatibilizando así el amor con la injusticia, con el abuso.

En cuanto a la rabia o ira ¡ay de quien no la sienta! La rabia es una fuerte emoción que surge como reacción ante un dolor causado o daño sufrido; por tanto, habrá que preguntarse qué la provocó, para ver si es justificada o no, y, además, a dónde conduce. A partir de esto podemos descubrir dos trampas, por lo menos, del discurso sobre la rabia que hemos escuchado en estos días: una, saltarse su causa; la otra, identificarla con violencia. La ira no es necesariamente destructiva, también es un motor que impulsa a luchar por el bien con las armas y estrategias de la no-violencia activa.

El P. Nicolás Steinhardt, quien fuera un sacerdote ortodoxo rumano, escribió que la ira "provocada por la erupción de la estupidez y la maldad en mi alrededor, por la erupción del sufrimiento inmerecido de mi semejante, por la injusticia que se le hace, por el formalismo más descarado, por la mentira insolente, por desprecio a la persona... incitada por la discriminación, la necesidad, el engaño, por las bofetadas dadas al inocente, por la persecución a los desvalidos, por la burla a los débiles y otras cosas semejantes, no es un pecado, sino una virtud... incluso un deber. Y es buena, santa y justa. Esta forma de encendida ira palpitó muchas veces en el alma del Señor y es justo y sabio el recordar una verdad que fácilmente dejamos al olvido, para no deformar en nuestra mente, en nuestro corazón y en nuestro pensamiento el sentido justo y perspicaz del cristianismo".

El pasar por alto su origen puede ser una estrategia para demonizarla y no hacerse cargo de lo que la ocasionó. Incluso se puede dar la paradoja de que rechacen con energía la ira los mismos que la causaron, tendiendo así un manto de impunidad sobre sus abusos. Si ha sido causada por injusticias y opresión, es una virtud y un deber. Es lo que hemos visto hace algunos años con el movimiento social, que se internacionalizó, de los indignados. Quien no sienta esta rabia o es un insensible o es cómplice de sus causas.

Debido a todo lo anteriormente dicho, esta columna también podría haberse titulado "la ira como expresión de amor" o "la ira como motor del amor".

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