Medina, la intolerancia y sus consecuencias

Es innegable que el Chile de hoy ha experimentado positivos cambios hacia una sociedad más diversa e inclusiva. Sin embargo, la carta que el cardenal Medina hizo llegar al Senado para manifestar su oposición hacia la actual discusión legislativa referente al Acuerdo de Vida en Pareja (AVP) deja entrever al menos dos preocupaciones.

La primera tiene relación con la constante intromisión que han pretendido tener diferentes instituciones religiosas en los asuntos políticos y legislativos del país.

Hace un tiempo, asistimos a la acérrima oposición que sostuvo la Iglesia Evangélica en contra de la Ley Antidiscriminación y hoy, en un acto con múltiples precedentes, somos testigos de cómo la Iglesia Católica busca imponer sus criterios morales en un asunto que apunta a debatir, desde la doctrina jurídica, la igualdad de derechos de los ciudadanos chilenos.

Esto se da en el marco de un Estado que desde 1925 se ha definido como laico y que debe, por tanto, basar su actuación independiente de los valores religiosos particulares.

La segunda preocupación, más relevante a mi juicio, es el estrecho vínculo que tienen algunos representantes religiosos con actitudes discriminatorias, excluyendo e invalidando prácticas o personas que son diferentes a los principios que ellos profesan.

Recordemos que, no hace muchos años, el mismo cardenal se opuso fuertemente a la Ley de Divorcio, asegurando que era un atentado contra la familia. Por entonces, cientos de chilenos asistían a los tribunales de justicia y mentían deliberadamente frente a un juez para lograr la anulación de su matrimonio. La ley en sí no tenía en su espíritu promover la ruptura familiar, sino transparentar los procesos judiciales propios de una sociedad moderna en donde las personas escogen libremente si permanecer casados o no.

Poco tiempo después, asistimos a la condena que la misma autoridad eclesiástica hizo contra las mujeres que estaban a favor de la píldora del día después. Los embarazos no deseados son el reflejo de una sociedad que no educa en sexualidad ni afectividad, no entrega apoyo a madres jefas de hogares monoparentales ni crea políticas efectivas para la corresponsabilidad en la crianza entre hombres y mujeres. Son esos factores políticos y sociales los que generan el aborto, no la píldora.

En este contexto histórico, estar en contra del AVP basándose en el argumento de la destrucción de la familia vuelve a ser completamente erróneo y termina por afectar a los más desprotegidos, a los que la sociedad más debe defender.

Comentarios discriminatorios como los de Medina hacia una persona por su orientación sexual no aportan al debate ni a la sociedad. Ese tipo de rechazo por parte de una autoridad eclesiástica es el que en un efecto cascada lleva luego a padres, profesores y alumnos a discriminar a los adolescentes gays, lesbianas, bisexuales y trans, como reflejó el último estudio del Injuv.

Esa intolerancia es la que hace que hoy Chile tenga la mayor tasa de suicidio adolescente de América Latina, cuatro veces más que el resto de los países de la región.

Frente a posiciones como la de Medina, es reconfortante saber que hay muchos religiosos y millares de fieles que sí creen y trabajan por una sociedad más abierta y diversa.

El deber del Estado es despejar la legislación, la política pública y los programas sociales de concepciones basadas en la discriminación. Esta situación solo será posible cuando se delimite claramente el campo de acción de los organismos religiosos, o bien sus intervenciones sean para crear una sociedad más justa e inclusiva, y no el de segregarla aún más.

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