Superar la discriminación

Superar la discriminación es algo mucho más difícil de lo que habitualmente se piensa. La tendencia hacia la exclusión del otro está tan arraigada en nosotros, que tienen toda la razón los movimientos antidiscriminación cuando exigen que la ley que busca solucionar esta lacra de nuestra sociedad, no solamente prohíba y penalice estos actos abominables, sino que además promueva las ideas humanistas con campañas en las que se asuma positivamente la tarea de comprender a las minorías que son objeto de odiosidades.

Para entender cabalmente este asunto hay que comprender que una de las principales razones por las cuales se discrimina es el miedo.

Esto lo podemos observar fácilmente cuando constatamos que buena parte de los chistes de los cómicos nacionales tienen como principal base de su eficacia la discriminación a minorías indefensas: el tontito, el extranjero, el homosexual, el campesino, etc.

Y esto sucede de esta manera porque hay un mecanismo de autoafirmación que consiste en buscar una complicidad en la negación del que es diferente.

Reírse de una persona discapacitada es afirmar tácitamente que uno no sufre ese hándicap. La risa de la multitud es provocada por el deseo de apartarse todos de esa inhabilidad y reconocerse de este modo como “sanos”.

Nos reímos de estos pobres tipos porque tenemos miedo de ser vistos de ese modo, porque así nosotros afirmamos estar a salvo de esos defectos. Buscamos la connivencia del grupo porque de esa manera todos nos decimos unos a otros: “no somos de esos, esos son diferentes a nosotros”. Y somos los del lado “bueno” en la medida en que se genere este mutuo reconocimiento.

Por eso la discriminación es una forma de adquirir una identidad que se obtiene a través del reconocimiento mutuo de algunos frente a otros. Si defino al otro como “judío” lo aparto de mí, lo anulo como semejante y adquiero una identidad como “no judío”.

Si además le atribuyo un valor a mi propio “no ser judío”, entonces la operación se completa, porque de ese modo me afirmo a mí mismo a través de la negación ficticia del otro. Negando a esos otros que están en una situación de debilidad o de minoría me afirmo a mí mismo y adquiero una mezquina fortaleza, la de no ser como ellos.

Pero hay que decir que esta búsqueda de complicidades mutuas solo se explica por el miedo a ser visto de ese modo, el miedo a ser extranjero, el miedo a ser homosexual, el miedo a ser poco hábil.

Si no existiera este miedo, tendríamos avanzado buena parte del camino hacia la no discriminación. Pero para lograr eso habría que ser capaz de decir: yo no soy como ese que es objeto de discriminación, pero podría serlo. Él finalmente es como yo, es diferente a mí, pero también es igual a mí, porque los destinos humanos no son objeto de elección, sino que vienen con nuestra propia circunstancia.

El homosexual es homosexual de la misma manera como yo soy heterosexual. Somos iguales, y mi diferencia no nace de la exclusión del otro, sino de la igualdad de situación que constituye la situación básica de todos los seres humanos.

Mi identidad verdadera no tiene nada que ver con la exclusión del otro, sino con la igualdad de la condición humana, que puede ser de múltiples maneras, entre otras, homosexual u heterosexual, minusválido o sano, oriundo o extranjero.

No ser como el otro no es nunca un valor, ni negativo, ni positivo, aunque estemos siempre huyendo de nuestra verdadera circunstancia tratando de afirmarnos por la negación del otro. Es tan precaria cualquier identidad, que solo somos capaces de afirmarla por negación de las demás.

Hay algunos que creen que la discriminación se supera a través de la tolerancia. Creo que se equivocan.

Tolerar es soportar, aceptar a regañadientes, pensar de dientes adentro que somos mejores, pero no darle curso a las acciones que derivarían de esta creencia, sonreír hipócritamente sin mostrar nuestros verdaderos sentimientos.

Tolerar es permitir que el otro exista, como si de nosotros dependiera abrirle el espacio en que lleva a cabo su vida. La discriminación se supera únicamente cuando uno se hace cargo del otro y de su diferencia, cuando más allá del bien y del mal soy capaz de legitimarlo, aunque sus caminos de vida no sean ni puedan ser los míos.

No discriminar es reconocerse a uno mismo como un hombre igual a todos los demás hombres, es aceptarnos independientemente de nuestras particularidades, es no hacer juicios en relación con las diferentes circunstancias de vida que a cada cual le han tocado, es acoger a cada cual en su diferencia, afirmar al otro, no negarlo, permitirle y ayudarle a ser lo que es, abrirle las puertas de su propia vida para que pueda vivir reconciliado con ella y sobre todo, no condenarlo.

Para algunos la vida es bastante más pesada de lo que ya es para los más numerosos. No es mala idea aligerarles la carga. Pero, obviamente, eso no se logra con una ley, sino con una mano generosa que lamentablemente todavía buena parte de los chilenos no están preparados para tenderles.

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