Tengo derecho a no estar feliz

Desde hace ya unos años que nuestra sociedad está siendo persistentemente convocada a un nuevo mandato, el de la felicidad obligatoria.

Los medios de comunicación, la publicidad, las instituciones educativas y por sobre todo los espacios productivos, reproducen al unísono este nuevo orden moral. La consigna es estar permanentemente sonriente, disponible a nuevas tareas y obligaciones, ahora llamadas eufemísticamente “desafíos”, con una actitud indefectiblemente optimista, que niega el reclamo, el agotamiento o la queja, acusándolos como signos inequívocos de debilidad y flojera.

Incluso las caídas o las injusticias habrán de releerse en esta clave positiva. Un despido o un recorte salarial puede ser una tremenda oportunidad para trabajar más duro y superar la negatividad haciendo renovados esfuerzos, o para emprender un proyecto propio, todo depende del esfuerzo que uno le ponga. Jaque mate.

De este modo opera en forma invisible y naturalizada el dispositivo cultural de evidente sesgo ideológico ultraconservador que busca sancionar a los excluidos, culpabilizándolos de su propio fracaso en el proyecto neoliberal.

Así las cosas, la meritocracia emerge como la estructura que designa las diferencias sociales, en una suerte de darwinismo económico, donde quienes se esfuerzan más llegan a lo alto de la pirámide y quienes quedan atascados en posiciones inferiores han de buscar en su propia falta de voluntad, de entusiasmo o de optimismo, las explicaciones de la derrota, sin considerar condicionantes sociales que justifiquen nada.

En esta matriz, que define el éxito en base a un estricto modelo de vida asociado a patrones de consumo, estructura de familia, de aspecto físico y de ubicación socio-geográfica, no hay lugar para perdedores, o se está en el centro o en la periferia, desde donde todos pugnan por entrar. Las redes sociales son cada día más una bestial vitrina narcisista de gente buscando aparecer feliz, exitosa, trabajólica y motivada.

Tanto la psicología positiva, preocupada de la eficaz adaptación de individuos al sistema, como sus derivadas y subproductos (entre ellos el coaching) han desarrollado un enorme arsenal de tecnologías de cambio conductual basadas en programas de persuasión coercitiva fundados en una ideología del éxito individualista y de la felicidad neoliberal.

Allí se entrenan fórmulas y recetas que garantizan, con aroma a evidencia empírica, sucedáneos de felicidad. La idea de colectivo ha quedado subsumida en la noción de equipo de trabajo, la libertad bajo el rótulo de poder adquisitivo y la trascendencia a la proyección laboral. Los otros, en esta nueva ontología aparecen como amenazas o aliados eventuales en la dinámica de la competencia feroz. La confianza interpersonal aparece como un valor en vías de extinción y las relaciones sociales operan entonces dentro de la dinámica de los cálculos de inversión que permitan subir un peldaño en el escalafón social.

El filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han, en su maravillosa obra “La sociedad del cansancio” ilustra con ejemplar claridad esta nueva alienación posmoderna. Un ser humano autoexplotado por su afán desmedido de éxito. De este modo el sistema neoliberal ha sido internalizado hasta el punto de que ya no necesita de la coerción externa para subsistir.

El hombre del látigo ya no está fuera, sino que internalizado en la cabeza del explotado, golpeando incesantemente bajo la consigna de ¡sonríe, sonríe! La contracara de esta estructura de funcionamiento es la depresión, tras el violento contraste de estas expectativas narcisistas de éxito con una realidad donde no hay refugios ni externalidades en las que deslindar responsabilidad. Así entonces, la faraónica torre de anhelos y deseos, se derrumba sobre la cabeza del agotado y solitario albañil.

Una versión más ingenua, pero no menos peligrosa de este nuevo ethos de la autoinmolación, es el pensamiento mágico, según el cual las cosas buenas o malas que le ocurren a las personas son la resultante del nivel de optimismo o de las energías positivas proyectadas al universo, o en función de la “visualización” de aquello que es deseado, existiendo  ciertas “leyes universales” que se encargarían de atraer aquello que se desea a quien lo demanda con fervor y convicción.

No es raro entonces encontrarse con personas “decretando” anhelos, rogando al universo por soluciones mágicas o culpándose por sus miserias, ocasionadas, desde esta perspectiva, por falta de convicción u optimismo. La misma idea de la autoexplotación laboral, esta vez a nivel místico, transpersonal, tal como señala la escritora Barbara Ehrenreich en su libro “Sonríe o Muere. La Trampa del Pensamiento Positivo”. 

En medio de este escenario poco auspicioso habrá que batallar contraculturalmente a estos mandatos de felicidad, defendiendo como una trinchera el derecho al cansancio, a la tristeza, a la indignación y a la melancolía, entendiendo que la felicidad no es una meta ni la resultante de un ejercicio matemático sino más bien una compañera itinerante que de tanto en tanto se sienta en nuestra mesa a conversar.

La felicidad no es, en lo absoluto, una ciencia, sino por el contrario, ella reside allí en lo inabordable, en lo bello, en lo ínfimo, en lo trascendente e inmaterial, justo donde los métodos no logran entrar a capturar lo inapropiable. Al parecer y como anticipaba el bueno de Benedetti, habrá que defender la alegría también de la alegría.

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