Lavarse las manos

En las controversias médicas no siempre imperaron la objetividad y los buenos modales; lo prueba la historia de Felipe Semmelweis, insigne aquincense –oriundos de Budapest- en cuyo espíritu germinaría una dolorosa obsesión: la causa de las fiebres denominadas puerperales.

Nacido en julio de 1818, su infancia a orillas del Danubio habría sido feliz excepto por la aborrecida escuela; Felipe amaba la calle y en ese moderno santuario hizo principalmente el aprendizaje trivial y profundo de los niños. Hungría, suele decirse, es una nación melodiosa donde la música brota con naturalidad al aire libre y el pequeño era entusiasta de las canciones.

No obstante, de un modo u otro, terminó sus estudios y se trasladó a Viena buscando un diploma en derecho.

Pronto abandona las leyes por la medicina. Tuvo dos grandes maestros: Skoda y Rokitansky, y sus dificultades empezaron cuando sostiene que la Facultad es demasiado teórica y su quehacer inútil para los enfermos.

Intenta un fallido paso por la cirugía, cuando muy pocas operaciones terminaban bien y sólo un pequeño círculo de cirujanos se disputaba las plazas existentes.Decide ser obstetra, luego de observar ácidamente: “Todo lo que aquí se hace es estéril; las muertes suceden con regularidad.Se continúa operando, sin tratar de saber por qué tal enfermo sucumbe antes que otro en casos idénticos.”

Es nombrado ayudante de Klein, mediocre dirigente de una de las maternidades en el Hospicio General de Viena, quien apenas notó las primeras manifestaciones de genio del subalterno se convirtió en un hombre feroz.

Dos edificios contiguos, presididos por los doctores Bartch y Klein, recibían a las mujeres de los barrios populares que, resignadas por la pobreza, acudían a “mejorarse” al desacreditado establecimiento donde el peligro de fiebres, en los dominios del primer facultativo, era algo menor al riesgo de morir, en los del segundo.

En Europa, durante períodos epidémicos de la enfermedad puerperal, nombraban Comisiones, usualmente con mínimos resultados o ridículos dictámenes. En una ocasión, el Colegio Médico de París, culpando a la leche, propuso a Luis XVI clausurar las Maternidades y el destierro de las nodrizas.

Semmelweis creía posible investigar seriamente. Y comienza con una simple observación: “Mueren más pacientes de Klein que de Bartch”.Luego, analiza las diferencias: Klein empleaba estudiantes que atendían a las parturientas después de sus prácticas de anatomía. Bartch trabajaba con matronas.

“La causa que busco está en nuestra clínica y en ninguna otra parte”, se decía. Y en un momento de creación pura, obliga a los muchachos a lavarse las manos antes de tratar a las embarazadas, inspirado en la ingeniosa y correcta presunción de que éstos transportaban algunas "partículas" desde los cadáveres, causando la afección.

El director lo consideró absurdo: sus propias explicaciones iban desde la brusquedad de los alumnos al realizar los exámenes vaginales hasta que muchos de ellos eran extranjeros.

Semmelweis sería brutalmente destituido. Aún así, mantuvo la esperanza y finalmente lo reintegraron con Bartch. De entrada, solicitó que los discípulos de Klein reemplazaran a las comadronas; el fenómeno se repitió, aumentando notoriamente la mortalidad.

Cuando un profesor de anatomía, herido en una autopsia, muere con similares síntomas de la fiebre puerperal, se convence de que la raíz está en los cadáveres.Además, ese año diagnostica cáncer de útero a una señora, e inmediatamente atiende cinco partos; esas mujeres morirían de fiebres. Conclusión: las manos pueden transmitir infecciones.

Entonces exige a los practicantes que hubieran disecado el mismo día o en la víspera, lavárselas meticulosamente en una solución de cloruro de calcio, antes de cualquier reconocimiento vaginal.

El resultado fue magnífico.

Mas, contrariando las evidencias, obstetras y cirujanos, por vanidad o envidia, rechazaron aquel enorme progreso. Klein lidera el coro de enemigos del nuevo método. Sólo cinco médicos apoyan al húngaro. “Cuando se haga la Historia de los errores humanos -escribe uno de ellos- difícilmente se encontrará ejemplos de esta clase y asombrará que hombres tan competentes, tan especializados, pudiesen, en su propia ciencia, ser tan ciegos, tan estúpidos".

Denigrado por enfermos, estudiantes y enfermeros, Semmelweis se derrumba. La desastrosa moral de sus detractores es tan baja y estridente que el escándalo obliga a una segunda destitución.

Dispuesto a olvidar la medicina vuelve a su país.

Después de un letargo acepta el ofrecimiento del doctor Birley, responsable de la Maternidad de San Roque en Budapest. Eso sí, estará prohibido hablar de lavarse las manos. Ahí escribe su obra maestra: La etiología de la fiebre puerperal.

Birley fallece y a él le corresponde reemplazarlo. Ahora el camino parece propicio a sus reformas. Sin embargo, nada diplomático, publica Carta abierta a los profesores de obstetricia:“¡Asesinos! Llamo a los que se oponen a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal.”

Reactivados los rencores: sus indicaciones son omitidas y se infecta deliberadamente a parturientas sólo por la canallesca complacencia de mostrarlo errado. En esa coreografía infame, el Municipio se negó a pagar cien sábanas; “una compra inútil pues muy bien pueden atenderse varios partos seguidos en las mismas sábanas”, declaró un concejal.

El doctor Arneth –entusiasta de la causa- se propone defenderla en París, y con enormes sacrificios llega a la Ciudad Luz donde oye decir al célebre Dubois:

“Esta teoría de Semmelweis que provocara violentas polémicas en los medios obstétricos, parece estar absolutamente abandonada. Quizá contenía algunos buenos principios, pero su aplicación era tan dificultosa que hubiera sido necesario, en París, tener meses en cuarentena al personal de los hospitales y todo eso para un resultado dudoso.”

Sin nada que hacer ante el oráculo de la ginecología francesa, Arneth resuelve regresar.

Fue el golpe de gracia para Semmelweis . Comienza a padecer alucinaciones y es internado. Tras cierta mejoría, va al pabellón de anatomía y con el bisturí se hiere mientras abre un cadáver. Delirante, lo trasladan a Viena, directamente al manicomio.

Allí murió el "salvador de las madres" e incomprendido pionero de la antisepsia clínica, vindicado en décadas posteriores por Pasteur al establecer la irrefutable verdad microbiana.

¡Tanto sufrimiento e infortunios sólo por pedir un poco de aseo!

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