Educación para los ochenta mil niños y jóvenes que no salen a marchar

Durante el siglo pasado, la gran tarea de la educación chilena fue lograr que todos los niños y niñas en edad escolar asistieran efectivamente a la escuela. Hoy nos preciamos de haber logrado dicho cometido con éxito y la discusión se centra en cómo lograr entregarles una educación de calidad.

En este ambiente de temprano entusiasmo, por lo tanto, casi no hay espacio para preocuparse de los más de 80.000 estudiantes que hoy no están en la sala de clases. Según cifras del Hogar de Cristo y datos de la encuesta Casen 2016, cerca de 1,3 desertan del sistema escolar cada día. Esta cifra es todavía más preocupante si consideramos las escasas oportunidades a las que estos jóvenes tendrán acceso si no completan su educación.

Las causas que explican la deserción escolar son variadas y complejas. Algunas de ellas son variables sociales y económicas de alto riesgo sobre las cuales los colegios no tienen demasiado control como la paternidad adolescente, la exposición a la violencia y la delincuencia, el contacto con la droga, la pobreza, etc,. Por otro lado, además del dolor que le provoca ser removido de un sistema, la expulsión de un estudiante implica también la reducción brutal de su rango de oportunidades futuras.

En este sentido, los colegios llamados de segunda oportunidad, que ofrecen a estos jóvenes la posibilidad de reincorporarse y completar su educación, prestan un bien irremplazable a nuestra sociedad. Rehabilitar a estudiantes que han visto la peor cara de nuestra educación es una tarea especialmente compleja cuando el sistema los ignora consistentemente.

Estos niños, niñas y jóvenes, justamente debido a su vulnerabilidad y a sus escasas posibilidades de organizarse se han vuelto invisibles. En los últimos tres años, la glosa del presupuesto de educación para los colegios de segunda oportunidad ha disminuido en mil millones de pesos promedio al año, lo que resulta muy injusto sobre todo cuando se aumenta el presupuesto para que se eduquen jóvenes de la educación terciaria, que evidentemente están en ventaja respecto a quienes no han terminado su enseñanza básica y media.

Igualmente, se hace necesario que los formadores que trabajan en nuestras escuelas sepan acoger con responsabilidad, compasión y experticia a quienes, afectados por el ambiente tóxico de la miseria, piden desesperadamente con sus decisiones equivocadas que les prestemos atención.

Necesitamos preparar mejor a nuestros profesores y profesoras para atender a los jóvenes que hoy están en las salas de clases y capacitarles para detectar a tiempo las señales de deserción, como el ausentismo, la impuntualidad, y la irresponsabilidad crónica.

Es cierto que la mayoría superan a sus profesores, sus directores y también a sus familias y con mayor razón es indispensable ofrecerles una oferta educativa distinta, con menos restricciones que los colegios tradicionales, con sistemas de tutorías, horarios flexibles y un equipo preparado para atenderlos.

Los 80.000 niños y jóvenes que no salen a marchar, nos van a cobrar a todos nosotros, tarde o temprano, no haber protegido su derecho a completar su educación escolar. 

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