No es populismo ¡es el posicionamiento, estúpido!

Hasta hace poco, en períodos de campaña no se hablaba de marcas ni de posicionamiento. Eso se aplicaba al marketing de productos y servicios, no al de causas o ideologías.

Los partidos políticos eran marcas fuertes, con territorios claros, personalidades definidas e ideologías que tenían valor ciudadano (o de mercado, en lógica comercial). Esta marca permitía a los candidatos dialogar con la ciudadanía desde una identidad, con un respaldo reconocido y credibilidad en sus intenciones. Contar con la marca del partido permitía enfocar la campaña en las propuestas y visiones de país, más que en cualidades personales o denotativas de los atributos “blandos” de los candidatos.

El cambio de tendencia en Chile se evidenció como una primera gran señal en la elección presidencial del 2000, cuando el candidato Joaquín Lavín aplicó marketing comercial durante la campaña, optó por “cosificar” la política y por alejarse de su partido. De hecho,  casi se impone ante Ricardo Lagos, la figura de mayor tonelaje político y respaldo partidario de la época.

Dieciséis años después, el valor de marca de los partidos está en el suelo y éstos han perdido casi toda referencia para la ciudadanía. Y si el partido ya no es un activo, la necesidad de posicionamiento, por parte de los candidatos, dicta la pauta cuando de campañas se trata.

Posicionarse, en política, no es otra cosa que diferenciarse del resto apropiándose de atributos relacionados con virtudes públicas (honradez, consecuencia), maneras de ser (cercanía, honestidad), posturas claras (inmigración, pensiones, ley reservada del cobre), etc. La apuesta es construirse como candidato en una marca con valor ciudadano transversal y distante de los partidos, esto es, en una marca popular y masiva, accesible para todos.

En este escenario, las elecciones entraron de lleno al territorio de lo popular, a ese territorio donde vale lo que está de moda y la demanda - al igual que en el mercado de los servicios-, apunta a respuestas rápidas y eficientes, a lo que los ciudadanos quieren oír.  En este nuevo estilo de elecciones no gana el partido o la coalición, sino el candidato más deseable, aquel que se posiciona con independencia de su coalición y sobre atributos que lo convierten en una mejor ecuación de valor para los electores. El que escucha activamente y lee mejor el tiempo político y social.

La popularidad de los candidatos depende de su desempeño en el juego de la oferta (por parte de los candidatos) y la demanda (del lado de los votantes). En este juego, oferentes y demandantes transan, reniegan y perdonan, buscando la mejor o la menos mala alternativa, al igual que el cliente que vuelve a la tienda que tantas molestias le ha causado al no encontrar un mejor precio.

Hoy en día es común ver a candidatos que dicen no ser políticos aunque se ganan la vida como parlamentarios, a otros que alaban y se enriquecen con la globalización, al tiempo que se posicionan entrabando la inmigración. También encontramos a otros que perdieron la convicción de lo que hicieron antes y se arrepienten públicamente de ello. Los votantes, en tanto, pragmática y sensatamente cambian sus juicios en función de las necesidades del momento, aumentando la incertidumbre electoral.

A diferencia de los candidatos, los partidos tienen vocación de ser marcas “paraguas”, marcas que sostienen a sus productos dotándolos de valores y sentido, cuya imagen se mantiene coherente dentro de una natural evolución de su posicionamiento.

Ante la ausencia de partidos como activos de marca, todo candidato apuesta por ser el producto más popular, aunque eso signifique marginarse de la casa matriz y posicionarse como producto independiente de su marca “paraguas”.

Así, los candidatos son un producto de campaña que necesita posicionarse rápido apelando a lo popular, a lo que tiene más demanda para una ciudadanía cansada de las arbitrariedades, desconfiada de la política como medio para mejorar su calidad de vida y ávida de novedad.

Mientras no se incremente la confianza institucional y los partidos políticos no recuperen algo de su valor de marca, las campañas seguirán pauteadas por la búsqueda de posicionamiento y diferenciación de los candidatos. Y, en ese contexto, por el juego infértil de atribuir a otros el ser populistas y demagogos.

A quienes piensen que en el contexto actual de desconfianza el populismo no tiene demanda, les serviría recordar a James Carville quien durante la campaña en la cual Clinton derrotó a Bush señaló que el tema de momento para la ciudadanía no era la política, sino la economía: “ the economy, stupid ”. Lo que probablemente Carville nos diría en el territorio electoral actual es que el tema no es el populismo, ¡es el posicionamiento, estúpido! 

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