Recuerdos de José Miguel Varela

Creo haber escrito en el comentario al último libro que leímos, que abrir un libro es emprender un viaje. Pues bien, abrir este libro es viajar a una ciudad, Santiago, que nos resulta bastante familiar aunque se encuentra a 120 años de hoy.

Vicuña Mackenna se llamaba el Camino de Cintura Oriente y Avenida Matta, el Camino de Cintura. La Alameda se conocía como Las Delicias y, a veces, como La Cañada de las Delicias. El Parque Cousiño, sin embargo, se llamaba Parque Cousiño, al igual que el Parque Forestal, al cual se le agregaba el adjetivo “nuevo”.

La Moneda era la Moneda, la Universidad de Chile quedaba donde mismo está hoy, y las calles Huérfanos, Agustinas, de la Catedral y del Puente eran las que conocemos.

Pero también es adentrarse en un país entrañable, que percibimos muy nuestro, no obstante que la gente se movilizaba a caballo, las calles y plazas se iluminaban como en tiempos de la Colonia, y el ambiente en general era más rural que urbano.

Ese país, que se vuelve querible a medida que Varela nos cuenta su vida, se vió envuelto súbitamente en una guerra no planeada, que en pocos meses movilizó a más de cincuenta mil hombres, que se incorporaron a un Ejército que hasta entonces sólo tenía tres mil quinientos efectivos, entre soldados, clases y oficiales.

Y Varela, este joven abogado de Concepción, que pide incorporarse a las filas llevado de ese mismo amor por Chile que nos invade a nosotros a medida que lo vamos leyendo, nos permite visitar, como si estuviésemos mirando por un catalejo que cruza el tiempo, escenas tan únicas como el desembarco en Pisagua y la travesía por el desierto de las tropas chilenas hasta llegar a las inmediaciones de Lima. 

Nos arrastra, por lo vivo de su descripción, a las cruentas batallas de Chorrillos y Miraflores. Una vez en Lima, nos permite visitar su Biblioteca Nacional y observar cómo, no obstante la resistencia de su Subdirector, Ricardo Palma, Chile se apodera de miles de valiosos libros, con el argumento de que el triunfador en una guerra tiene derecho a resarcirse del alto costo de la misma.

Pero esto no es todo. Nos lleva, junto con sus cansadas tropas, hasta La Concepción, donde entra el día después del famosos combate en que no quedó ningún chileno con vida.

Como si esto fuera poco,  de regreso en Chile, es llamado a las filas para continuar la guerra en Arauco y, años más tarde, le toca militar en el ejército leal a Balmaceda. Lucha en Placilla, donde es gravemente herido y salva la vida gracias a la increible peripecia que vive con Arellano, su camarada de armas.

Me veo obligado a extenderme por más de una página, la atmósfera que Varela crea a lo largo de su relato es única, mágica y, en cierta forma, tremendamente actual

Un hombre que lo dio todo por el Ejército, termina condenando amargamente el abandono en que el Estado chileno dejó a ese pueblo que, entusiasta, hizo suya la causa de la Guerra del Norte, como él la llama.

Esa disociación que se produce entre las hermosas palabras que convocan y la posterior realidad que se exhibe en el día a día, donde aquéllas pierden contenido y quedan flotando como meras consignas, es también un hecho de nuestros días.

Escribir este comentario el día después que ha muerto Patricio Aylwin, un Presidente que fue un ejemplo de coherencia, me permite tener una visión más optimista que la que tuvo José Miguel Varela sobre el país que ambos queremos.

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