Restauración

Manuel Riesco
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El 11 de septiembre de 1973, la revolución chilena sufrió una derrota espantosa, a manos de generales traidores digitados por una potencia extranjera. Su contrarrevolución sanguinaria restauró en el poder a la vieja oligarquía agraria, más bien a sus vástagos ansiosos de revancha, los "hijos de Pinochet" disfrazados de "Chicago Boys".

Acabada la dictadura por la rebelión popular de los años '80, una nueva y masiva intervención extranjera, con la complicidad de parte de la oposición a la dictadura, permitió que la restauración se prolongase durante otras tres décadas bajo gobiernos democráticos, un "tiempo en que el dinero se adueñó de la política" (Stefan Zweig).

Como dice un periodista talentoso, aunque lamentablemente reaccionario, el 18-O finalmente está acabando con lo que se inició el 11 de septiembre de 1973. Este fue nuestro equivalente, alejado en el tiempo y el espacio, a la derrota atroz de la Revolución Francesa en Waterloo, que restauró a los nobles y al rey. Dicha restauración sólo acabó décadas más tarde, tras las sucesivas revoluciones de 1830, que relata el gran Víctor Hugo en Los Miserables, y la Primavera de los Pueblos de Europa en 1848, que en Francia describe Gustave Flaubert en su entrañable Educación Sentimental. Sólo entonces la moderna república reconoció en la Revolución Francesa a la madre que la parió, y trasladó a sus héroes al panteón que les construyó, con el honor y gloria que se merecen.

El 18-O está culminando la era de revoluciones de Chile, que se inició a mediados de los años '60 y acabó para siempre con el régimen secular de inquilinaje y latifundio, y nacionalizó el cobre, sentando así las bases irreversibles para la modernización de la sociedad chilena. En la vieja Europa, Eric Hobsbawm fecha este período de la transición a la modernidad precisamente entre 1789 y 1848.

La historia avanza de este modo en una tensión contínua entre el pueblo trabajador y las élites, en el curso de la cual el primero irrumpe a cada tanto masivamente en la escena política, para hacerse respetar y resolver las constantes pugnas al interior de los de arriba, en favor de las fracciones dispuestas a realizar las reformas necesarias en cada momento, para que la sociedad continúe su curso de progreso.

Así ha sido a lo largo de milenios, como confirman desde las clásicas novelas chinas hasta la sociología e historiografía del siglo XIX. Ésta lo resumió en la famosa formulación de Marx que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases.

La caída de los socialismos reales, por su parte, reafirmó lo que viene a continuación en dicha formulación clásica, es decir, que los pueblos hacen la historia, pero no como les viene en gana. En otras palabras, que sólo pueden llevar a cabo las reformas que en cada momento resultan necesarias para el modo de vida y trabajo de cada sociedad. En Chile, el pueblo trabajador es muy paciente, pero a cada tanto pierde la paciencia. Ha irrumpido masivamente en la escena política a cada década, en promedio, a lo largo del último siglo. Cada uno de estos estallidos han proporcionado la enorme energía política requerida para empujar desde abajo al sistema político a realizar en cada momento las reformas necesarias, lo que el 18-O ha confirmado una vez más en meses recientes.

Sin embargo, de todas las irrupciones populares, cada sociedad singulariza una como su Revolución moderna, con mayúscula. Como ha escrito el gran historiador de la Revolución Francesa Albert Soboul, es aquella en la cual el campesinado, que en ese momento todavía constituye una parte importante de la población, despierta de su siesta secular y se une a la lucha de trabajadores, juventud, e intelectuales, de las por entonces nacientes ciudades. Es precisamente lo que sucedió en Chile desde mediados de los años '60 y hasta el 11 de septiembre de 1973, en que fue derrotada.

El sistema político democrático chileno se ha distinguido porque en la mayoría de los casos ha sido capaz de encauzar estos alzamientos, incluyendo una revolución hecha y derecha, en forma singularmente pacífica, con pleno respeto a las libertades, la Constitución y las leyes. Ésta fue conducida en su primera fase por el gobierno del Presidente Eduardo Frei Montalva, que prometió e inició una Revolución en Libertad, según la consigna propuesta por Jacques Chonchol, por entonces militante de la Patria Jóven, que más tarde como ministro encabezó la reforma agraria. Pero su realización correspondió principalmente al gobierno de la Unidad Popular, lo que se manifiesta en la veneración popular y universal a su principal conductor, el Presidente Salvador Allende Gossens, inmolado en aras de la lealtad a su pueblo el 11 de septiembre de 1973.

Así avanza la historia, empujada siempre desde abajo por el pueblo trabajador y sin excluir en ocasiones grandes retrocesos. Nadie debe asustarse hoy por ello. Excepto el puñado de oligarcas restaurados por mano ajena que, aliados con grandes corporaciones rentistas extranjeras, se han apoderado de la mayor parte del subsuelo, la tierra y el agua, del cobre y demás bienes comunes, que pertenecen al Estado, al pueblo y las naciones de Chile. Por añadidura han monopolizado el resto de los mercados.

Viven de sus rentas, distorsionado la economía del país, impidiendo que florezca la creatividad poderosa de la moderna, joven y calificada fuerza de trabajo y los miles empresarios pequeños y medianos, que brotan constantemente de la moderna estructura social que nos heredó la Revolución Chilena.

La restaurada oligarquía rentista es la principal traba para que florezca en Chile el modo de producción moderno, cuya riqueza tiene su fuente y origen exclusivo en el valor agregado por el trabajo, aplicado a la producción de mercancías que se venden en mercados competitivos (Adam Smith).

No contentos con apropiarse ganancias y rentas, los restaurados "Hijos de Pinochet" abusan además de los trabajadores, financiando sus negocios con recortes de no menos de un tercio de sus salarios, en cotizaciones previsionales, pagos estudiantiles e intereses usurarios de créditos populares.

La revolución en marcha desde el 18-O ha dado pasos gigantescos, el principal de los cuales es haber impuesto redactar una nueva Constitución y haber elegido una Convención dispuesta a hacerlo. La alianza de izquierda, formada para renovar próximamente el Ejecutivo y Parlamento, está esbozando los primeros pasos para crear la fuerza política que requiere la conducción de este proceso, amplia pero resuelta a realizar las reformas necesarias, con la determinación democrática y revolucionaria que nos legó Salvador Allende.

Pero sin duda casi todo está por hacer, hasta completar las tareas que la historia impone a la revolución iniciada el 18-O. No es un asunto liviano. Las reformas necesarias son profundas y la vieja oligarquía es hábil, experimentada y, aliada con las principales corporaciones rentistas del mundo, sigue siendo muy poderosa. No escatimará esfuerzos, maniobras, canalladas, corruptelas, conspiraciones ni crímenes, para intentar impedirla.

El pueblo no se hace ilusiones a este respecto, porque si algo consiguió con el 11 de septiembre de 1973 es perder la ingenuidad y adquirir la experiencia de enfrentar a sus adversarios en todos los terrenos. No cabe duda alguna que, en el curso de los próximos años, la revolución recién iniciada el 18-O acabará con los abusos y distorsiones impuestos por la restauración oligárquica del 11 de septiembre de 1973. Despejará así el camino para que el país recupere la senda de progreso allí interrumpida, y avance con paso seguro a la era moderna.

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