El fin del mundo en Chile

Como todos han podido presenciar, el mundo acaba de terminar. El desastre fue mayúsculo, mucho mayor de lo esperado: la hecatombe universal prácticamente no ha dejado nada en pie. Solo unas pocas ruinas y alguno que otro sobreviviente por aquí y por allá, entre los cuales tengo el privilegio de encontrarme.

Somos unos pocos, y recorrer con la mirada la pequeña multitud de los que han quedado vivos, me deja una extraña impresión: la lista de desaparecidos parece responder a una curiosa selección. Por lo que he podido conversar con los rescatados que tengo más cerca, pareciera que los que nos hemos salvado somos justamente los que no creíamos que pudiera sobrevenir lo que finalmente ocurrió. Se diría que nuestro ateísmo fue la capa protectora que nos ahorró del desastre. Extraño suceso.

La mayoría de los aniquilados eran gente que, sea por aburrimiento, sea por darle algún sentido a su vida, se embarcaban en cualquier ilusión que se les pusiera por delante.

El cataclismo pareciera haber sido una suerte de juicio final en contra de estos amantes de lo ilusorio y una reivindicación de los realistas. Tal vez eso fue siempre el verdadero juicio final tan esperado: no tanto la separación de los buenos y los malos (cosa que representa por sí misma la más absurda ilusión), sino el final de los aburridos, de los descontentos, de los soberbios y de todos los que necesitan buscar justificaciones absurdas para su vida, aunque estas sean el aniquilamiento colectivo.

Los políticos, tanto de derecha, como de izquierda, desaparecieron por haber hecho promesas que nunca se cumplieron. Los que más pronto se disolvieron fueron los que habían creído en sus propias fantasías. Los otros los siguieron un poco avergonzados y como a contrapelo, pero sin atreverse a renegar de su condición. (Probablemente esperaban tener alguna prebenda en el otro mundo. No estaban informados de que en el mas allá los cargos ya están repartidos desde hace siglos y que,además, allí no hay autos con chofer).

Los curas también perecieron, aunque algunos de la Universidad Alberto Hurtado se salvaron. Esto resulta bastante extraño porque entre los que primero fueron a dar a los ríos de lava ardiendo que arrasaron la ciudad de Santiago, están los creyentes que han promovido la educación particular subvencionada y que durante años hicieron todo por destruir la Educación Pública. Los que más sufrieron fueron los miembros de la Comisión Nacional de Acreditación que pedían socorro a gritos, pero inútilmente, porque en ese momento todo el mundo estaba tratando de salvarse de las llamas.

A los militares les bajó la desesperación poco antes de que comenzara el último terremoto y comenzaron a dispararse entre ellos. Los pocos que quedaron después de la balacera fueron a asaltar a los jueces que los habían condenado por problemas de derechos humanos, pero no pudieron encontrar a nadie porque se habían ahogado todos, buenos y malos, en el túnel del tiempo. Los mató la espera, a pesar de que deberían haber estado acostumbrados a ella.Algunos militares trataron de salvarse gritando hacia quien quisiera escucharlos, que estaban arrepentidos, que reconocían su culpa y que ahora sí que no iban a matar nunca más a ningún conciudadano. Pero ya no había caso, las fuerzas de la naturaleza se habían desatado y no tenían ninguna consideración con los arrepentidos.

Quizás uno de los sectores que más dramáticamente llegó a a su final, fue el de los empresarios. Su propia codicia los aniquiló. La Polar fue el primer anuncio de la amenaza que pesaba sobre sus cabezas. Después vino el derrumbe de las Isapres y de las AFP, que fueron aniquiladas por aerolitos gigantes que cayeron sobre ellas. Alguno quiso llevar a cabo un emprendimiento súbito con los despojos que quedaron del desastre, pero ya no quedaban compradores. Todo se hundió en la nada de donde provenía.

Ante todo este macabro espectáculo de destrucción y de muerte, los que quedamos vivos tuvimos que organizarnos y buscar de qué manera vamos a seguir con nuestra historia.

Felizmente, hasta ahora nadie ha dicho que este fin de mundo sea un Tusunami o un Marepoto, y creo que tampoco ningún sobreviviente se ha atrevido a afirmar que todo va a quedar reconstruido en unas pocas semanas y que en dos meses se hará lo que gobiernos anteriores hicieron en 20 años.

Y si no se ha hecho, no es tanto porque con el desastre se haya ganado en cordura, sino porque se ha discutido con mucha pasión, si de lo que ahora se trata es de reconstruir lo que existió antes, o simplemente de inventar algo nuevo. Y la verdad es que todos hemos estado de acuerdo en que será mejor olvidarse del pasado, tomar lo que se hizo como una experiencia fracasada, y hacer ahora un gran esfuerzo por tomar un rumbo nuevo.

Y así, hemos inventado un nuevo Estado, sin nombre, en el que todos los sobrevivientes son ciudadanos, con educación gratuita y de calidad para todos, en el que cada cual elige su propio Presidente, en el que hay hospitales de colores para los poetas, donde las moscas son todas ataráxicas y donde trabajamos todos en armonía con la sola ambición de que todos seamos felices.

En nuestro Estado el poder político, el poder de las armas y el poder del dinero, están estrictamente prohibidos, y si a alguno se le despierta alguna ambición desmedida en cualquiera de estos campos es encerrado de inmediato en la Capilla Sixtina.

Bolivia tiene mar, porque el mar es de todos, y porque, además, Bolivia no existe.

Tampoco Chile ni Perú. Por eso no hay diferendos fronterizos. Y hasta todos nos saludamos cuando entramos a los ascensores y también dejamos pasar a los automóviles que nos señalizan para entrar en nuestra pista. No tenemos ni carabineros, ni indígenas, porque todos somos las dos cosas.

El fin del mundo no estaba mal después de todo. En nuestro Estado todos lo sabemos. Y también sabemos que algún día vendrá uno verdadero, que acabará con todo, pero que como todos los desastres humanos llegará sin que nadie lo pueda prever, algún día, en algún momento. Hacia allá vamos, sin publicidad, tranquila y serenamente.

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