Educación superior : no se parte de cero

La discusión sobre la educación superior que tenemos y la que queremos, viene desde hace décadas. Desde 1990 el debate ha estado concentrado en el financiamiento del sistema, en contener la masiva creación de nuevas instituciones y en frenar el nivel de endeudamiento de los estudiantes y sus familias, entre otras materias.

Desde hace algunos años, ese diálogo está centrado en el lucro que anima a algunas instituciones, pese a que la propia regulación pinochetista la prohíbe, y en las vías para lograr una educación pública, gratuita y de calidad. Hoy aparece dirigido al carácter público o privado de los planteles, como criterio para definir las políticas estatales.

Sin embargo, el sistema de educación superior que se busca construir, no parte de cero. Hay una historia que sobre todo para la equidad territorial de varias regiones, no puede soslayarse.

Como señala el libro “El otro modelo”, hay antecedentes que dan cuenta de la aplicación del régimen de lo público a agentes privados, a partir de la creación de universidades no estatales, antes de 1980, “cuando se entendía que la educación universitaria era en algún sentido intrínsecamente pública”.

Ese libro señala que “cuando se habla de universidades privadas, la referencia no se hace a universidades como la Universidad de Concepción o la Universidad Austral”, porque “en el sentido políticamente relevante, universidades como las dos mencionadas hoy son unánimemente consideradas universidades públicas, a pesar de que no son universidades del Estado: son jurídicamente hablando universidades privadas que de hecho operan bajo una suerte de régimen de lo público”.

Dicho texto define el régimen de lo público como aquel que “adecuado a las realidades de cada sector, pretende realizar, incluso cuando se trata de proveedores privados, las tres características que identificamos al hablar del régimen del Estado”: que el “prestador” privado no tenga fines de lucro; el derecho ciudadano a recibir educación como bien público y que no pueda “negociar” caso a caso, asumiendo al estudiante como “cliente”. 

Otro aspecto clave para diferenciar entre universidades privadas entendidas como modelo de negocios y aquellas concebidas en el marco de un Estado con vocación docente, tiene que ver con la figura del “controlador”, pues mientras las creadas después de 1980 los tienen en sus directorios, las creadas antes de 1973 no tienen controladores, ni permiten a terceros hacerse con su propiedad, total o parcial. No pueden venderse, porque no tienen dueños y su propiedad se diluye en su comunidad académica o de inserción territorial.

Para las universidades Federico Santa María de Valparaíso, de Concepción y Austral de Valdivia, este debate es central. No tanto por la siempre vigente discusión acerca del acceso a los recursos públicos, sino porque hoy la expresión “universidad privada” es sinónimo de negocio, lucro y segregación. Por cierto, hay razones para que la sociedad chilena tenga esos prejuicios, pues ha visto como diversos grupos de interés o económicos han hecho de la educación, no solo un espacio de influencia y de reproducción de valores, ideas, creencias y redes sociales, sino también un buen negocio.

Un sencillo análisis histórico permite demostrar que instituciones como las citadas responden a otros paradigmas de construcción societal y que pese a los contextos diversos y difíciles que han debido enfrentar en distintos momentos, han permanecido incólumes, como promotores y defensores de la educación pública.

Claro ejemplo de la relación entre el rol público de dichas universidades y el Estado, son las variadas normas aprobadas en distintas épocas, para facilitar y apoyar su conformación y operación, entendiendo el servicio a la educación pública que hacían o podían hacer. La propia Contraloría en su documento “Análisis de Universidades Estatales”, de 2011, califica a los citados planteles como instituciones “privadas de carácter público”.

En el actual debate, un argumento esgrimido por distintos actores tanto para validar a las instituciones creadas antes de 1973, como para tratar de incluir con fórceps a las instituciones privadas constituidas después de 1980 en un sistema que reciba atención preferencial del Estado, es la “vocación pública”, aun cuando dicho criterio parece reducido a la voluntad de acogerse a regulaciones sobre lucro, calidad, participación y pluralismo.

En estas universidades esa vocación es nítida desde su génesis, pues nacen de comunidades que entendieron la necesidad de crear polos educativos para aportar al desarrollo económico y cultural de una región, y de la voluntad manifiesta del Estado que las creó (U de C, DS/1.038, 14.05.1920; U A Ch, DS/3.757, 07.09.1954; U T F S M, DS/3048, 17.09.1935), siendo además, eficaces contenedoras de la oferta centralista que a veces surge como única posibilidad de proseguir estudios superiores.

Cualquier propuesta que busque corregir las falencias, distorsiones y anomalías generadas por la mirada neoliberal de la educación, debe ir más allá de una vocación pública que muchos dicen tener, y buscar fórmulas que en la recuperación de la educación superior pública, no dejen de lado a quienes han contribuido a preservarla en el tiempo.

El debate sobre un nuevo modelo de educación superior, superará al actual gobierno. Por ello, es necesario que sea también un tema presente en la discusión constituyente, pues no será solo corrigiendo la legislación heredada de la dictadura lo que permitirá avanzar hacia un sistema de educación pública que responda a las necesidades del Chile del siglo XXI.

Se requerirá de instituciones verdaderamente comprometidas con el país y su futuro, su región y el desarrollo humano, social y cultural de sus habitantes. En esa perspectiva es que, tal como lo han hecho desde el primer día, las universidades Técnica Federico Santa María, de Concepción y Austral de Valdivia, seguirán siendo un aporte.

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