En el presente se vive una aguda crisis de la convivencia social en Chile, donde parecieran conjungarse todas las violencias de la historia. Una larga lista de acontecimientos revelan un proceso de violentamiento creciente, que se va instalando con diversas manifestaciones de intolerancia y que expresan frustración, impotencia y rebeldía.
Nada justifica la violencia. Sin embargo, al contemplar los hechos con perspectiva histórica, queda en evidencia una concatenación de circunstancias, que conducen a una acumulación de causas desatendidas y desoídas que son las violencias primigenias. No verlo, es hipocrecía social.
Ahí está esa violenta pacificación de la Araucanía, con la que el poder político institucional se volvió y se vuelve contra el pueblo originario de la patria.
Ahí está esa tradición terrateniente y minera, que multiplicó masas inmensas de proletarios, empobrecidos en largas décadas de injusticia social estructural.
Ahí están esas páginas sombrías de la historia, oscurecidas por la violación sistemática de los derechos humanos en dictadura.
Ahí está la imposición de un sistema económico que transformó el alma ciudadana, haciendo de la codicia y la competitividad el eje rector de la conducta humana.
Ahí están la imposición de una constitución política ajena, que impide ser fuente de unidad y consenso fundamental en la sociedad chilena.
Así entonces, Chile entero parece gritar en el presente. Grita el ciudadano traicionado por sus dirigentes; el consumidor abusado inescrupulosamente; el obrero despojado de sus derechos laborales; los estudiantes frustrados en sus sueños; la vida humana vulnerada en su potencia; la mujer disminuida cobardemente.
Así como la tierra, los bosques y los mares, los ríos y la naturaleza tantas veces expoliada.
Gritan también los políticos, los empresarios, las fuerzas policiales, los comunicadores, los jueces y los clérigos.
En medio de un griterío social, que denota incapacidad de diálogo, un conjunto de hechos recientes conforman una voz de alerta que no puede ser desoída.
La quema de templos en la Araucanía; la masiva movilización en la Isla de Chiloé; la muerte de Eduardo Lara en Valparaíso el 21 de Mayo; la publicación de graves infundios contra la presidenta de la República en un medio de prensa; la furia social desatada contra un enfermo que se introdujo en el zoológico de Santiago, obligando al sacrificio de dos animales; la irresponsabilidad empresarial que desbordó el río Mapocho, junto a las movilizaciones estudiantiles, que concluyeron con la impresionante profanación de un templo histórico y la destucción de una imagen de Jesucristo crucificado.
Mientras algunos rasgan sus vestiduras eclesiales y “pastoriles” por el daño infligido a una imagen de Jesús en la cruz, viene a la memoria el silencio cómplice de aquellos mismos que jamás levantan su voz por tantas violencias primigenias.
Así también, viene a la memoria las palabras del querido cardenal del pueblo, don Raúl Silva Henríquez, que con motivo del asesinato del padre André Jarlán, dijo: “Me parece que como han muerto tantos, que muera un sacerdote también está bien. Nosotros debemos morir con el pueblo".
Con ese mismo espíritu, con motivo de la destrucción de la imagen de Jesucristo, en el templo de la Gratitud Nacional, habría que decir, que en medio del absurdo y del caos que se vive en Chile, donde prima una rebeldía sin sentido; en medio del violentismo de un país desestructurado social y políticamente, es necesario que Cristo vuelva a morir, porque para eso vino al mundo, a compartir la misma suerte de los humillados.
Sólo así, muriendo -una y otra vez- el Hijo de Dios podrá traer consigo la esperanza de la resurrección para una nación que clama con urgencia: rumbo, unidad y paz.
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