Las políticas públicas se juegan su éxito no solo por su pertinencia, por un diseño técnicamente bien fundado, o por las condiciones económicas que lo sustenten. Muy importante también es su viabilidad política, es decir, que exista un cierto orden que permita su aprobación, y una institucionalidad robusta que haga posible su implementación sin obstáculos.
No basta con que una política esté bien formulada, sea justa, e incluso urgente; debe existir un sistema, formado por actores, instituciones, reglas, límites, acuerdos, que haga viables esas políticas.
Buena parte de los éxitos y avances registrados en los gobiernos de la Concertación -que tímidamente comienzan a revalorizarse- tiene que ver con esto último. Por cierto, había mérito de los tecnócratas, pero sobre todo era el mérito de los políticos, que generaron esta forma de hacer las cosas. Había una cultura de coalición superior a cualquier otro interés en la que todos los actos y declaraciones estaban dirigidos a generar confianza en la ciudadanía y a apoyar a las instituciones, para que éstas pudieran cumplir su papel.
Se entendía que al orden militar que había gobernado al país por casi 17 años, había que oponer un nuevo orden, basado en el diálogo y la democracia, con una ética distinta, pero también con disciplina y con unidad, que siempre supone acuerdos y renuncias.
Tiempo después, y con un sesgo despectivo para algunos, comenzó a hablarse de un partido del orden, de carácter transversal, al cual se le adjudicaba un papel relevante para construir acuerdos y viabilizar los proyectos de ley del Ejecutivo, o para apoyarlo en el amplio abanico de materias propias de su gestión.
Se trataba de un partido virtual, sin jefaturas, sin bancadas ni tribunales supremos, que comenzó a suplir las debilidades que empezaban a mostrar los partidos como articuladores de acuerdos y herramientas para la acción. Todas estas eran manifestaciones de la política como la gran articuladora entre un sector privado que empujaba el crecimiento y un Estado que promovía la equidad e imponía el orden, en un proceso de constante revisión y mejora.
Los gobiernos de derecha de este período subestimaron la importancia de este equilibrio, confiaron en incorporar gestión al servicio público, pero no bastó. Minaron la confianza en la política, pusieron en duda a las instituciones, se profundizó el distanciamiento de la sociedad y sus organizaciones, y la gobernabilidad se hizo cada vez más difícil.
Luego vino el estallido, del cual la política todavía no se recupera, si bien ha dado gigantescas señales de su valor y su vigencia, sobre todo en el proceso constituyente. Pero es menos claro el papel que el sistema político está jugando en otros retos clave que debe enfrentar el país, en materia tributaria, previsional, de salud y de seguridad. Tampoco el sistema está jugando el rol que le corresponde de respaldo de la institucionalidad.
El proceso político ha acentuado el debilitamiento del sistema de partidos expresado en la dispersión de éstos y la desarticulación de las coaliciones, y en su reemplazo, no aparecen nuevas instancias ni liderazgos que llenen el vacío.
Los costos de esta situación son evidentes. No solo hace más compleja la toma de decisiones, también favorece su bloqueo y la postergación indefinida de las decisiones. Sin ideologías, sin resoluciones partidarias, sin acuerdos de coalición, sin instancias de mediación, solo queda el interés específico o el punto de vista particular de cada uno de los actores.
Si ya es difícil impulsar transformaciones con la correlación existente en el Congreso, lo es mucho más en un clima de desorden partidario.
Este y cualquier gobierno y la alianza que lo respalde, requieren de un orden básico, ya sea para impulsar cambios o incluso solo para administrar. Por sí solos, los partidos no pueden asegurar dicho orden, se requiere una acción conjunta con el Ejecutivo.
Algunas voces denunciarán el regreso del partido del orden con nuevos rostros, pero lo que el país requiere es el regreso de la política, y la política es orden. Si no recuperamos el orden en la política, entonces podremos tener lindos programas, brillantes políticas públicas, pero ningún avance y ningún cambio real.
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