Cuando el Estado renuncia a su rol elemental como es aplicar el uso legítimo de la fuerza con el objetivo de resguardar el orden público y el estado de derecho, los países entran primero en una crisis, y si ese proceso no se revierte a tiempo, comienzan una etapa de decadencia que se torna irreversible.
Nuestro país se encuentra hoy en la primera de esas dos fases. El Estado chileno viene hace años claudicando, de forma paulatina, a ejercer ese rol trascendental. Me atrevo a plantear que se inició en el año 1997, cuando comenzó a permitir que grupos de insurgentes realizaran atentados en el sur del país bajo la falsa retórica de reivindicaciones del pueblo mapuche.
Desde un principio hubo en ese proceso cierta vista gorda amparada por algunos sectores políticos que en ese entonces gobernaban y tenían la conducción del Estado, con lo cual fueron debilitando la acción de este en su potestad de desarticular a esos grupos, provocando un escenario de impunidad que se mantiene hasta ahora.
Pero para que el Estado renuncie a cumplir con su función esencial que le da sentido y sostenibilidad al mismo, no sólo depende de quienes gobiernan temporalmente, sino que es el resultado de la actitud de todos los sectores políticos, y el silencio de gran parte de la sociedad, que van dando espacio a la instalación de una cultura, de una forma de pensar, donde está permitido que la violencia ilegítima, aquella que no es ejercida por el Estado para preservar el orden público y el estado de derecho, comienza a tener esa misma legitimidad, pero de manera espuria.
Este fenómeno se agudizó y aceleró con el estallido de 2019. Lo que ocurrió a partir del octubrismo es un pronunciado proceso de abandono del Estado, ya no sólo en su función esencial de garantizar la seguridad en el país, base para que exista una convivencia democrática, sino que a muchas otras responsabilidades que le caben por obligación constitucional.
Hemos llegado al absurdo de que hoy ni el Tribunal Constitucional, órgano creado para garantizar la supremacía de la Constitución, los derechos fundamentales y el orden constitucional, hace cumplir la Carta Magna, como se observó en el caso de la fallida compra de la casa de Salvador Allende, en una operación comercial que la Constitución expresamente prohíbe, ya que no está permitido que legisladores o ministros celebren contratos con el Estado.
Cuando ya se llega a este punto, el riesgo inminente es que esto derive finalmente en un Estado fallido, donde el cumplimiento de las leyes ya no depende de la capacidad del Estado para ejercer esa fuerza legítima, sino que del poder que ostentan fuerzas que están fuera del Estado y son contrarias a él.
En que se traduce esto último: En la flagrante pérdida de libertad de los ciudadanos. Un ejemplo de eso es lo que podemos observar con el éxodo de miles de empresas del centro de Santiago porque el Estado no es capaz de garantizar seguridad y hoy los barrios están tomados por las bandas criminales. Ahora, esto no es nuevo. En muchas zonas periféricas de la capital, y otras ciudades del país, eso viene ocurriendo hace varios lustros, pero ahora el fenómeno se desbordó.
Un Estado democrático, es una entidad bien anclada a principios básicos de respeto irrestricto a las normas y al ordenamiento jurídico. Cuando esas amarras se sueltan por quienes conducen el Estado, entonces este comienza a naufragar sin dirección ni control.
Reitero que para llegar a ese punto, en el caso de Chile, no es sólo responsabilidad de la izquierda extrema, que hasta ahora sigue creyendo y apostando por revoluciones, como la fallida que pretendieron iniciar con el octubrismo; sino que también requiere del concurso, por omisión o estulticia, del resto de los sectores políticos y de parte de la sociedad, que actúa como mero espectador.
Una gran mayoría de chilenos logramos darnos cuenta a tiempo de esa intentona revolucionaria que se orquestó a partir del estallido, pero las consecuencias de ese proceso aún se sienten, y por el camino que vamos, me temo que será difícil revertir, porque hay quienes aún mantienen esa pretensión y siguen siendo parte, falsamente, del sistema democrático, que le otorga cupos y espacios para que lo dinamiten por dentro.
Lo que ocurra en las urnas en noviembre próximo será decisivo para comprender si este proceso de decadencia al que nos quiere empujar la izquierda radical sigue su curso, o somos capaces de revertirlo. También dependerá de cómo actuemos en la oposición si es que el país nos entrega el mandato del próximo gobierno, y la convicción y capacidad que tengamos de poner freno a este frenesí que se inició hace 5 años.
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