Un funeral de Estado como hecho político

La muerte del ex Presidente Aylwin tiene efectos políticos de corto plazo. El fallecimiento de una figura política del tamaño de Aylwin no sólo es una cuestión humana asociada a los ritos de la muerte, sino también un hecho político en sí mismo que genera efectos de poder. No se trata, sin embargo, de usar políticamente este hecho de la vida; más bien, se busca entender que esta coyuntura es un hecho político que genera y refuerza las condiciones políticas y sociales que hacen posible y deseable la “restauración conservadora” que se ha puesto en marcha desde el cambio de gabinete de Mayo del año pasado y que se ha consolidado con la tesis de que la “obra gruesa” del gobierno reformista ha terminado.

Discursos, opiniones y homenajes apuntan en una dirección: construir un Aylwin ejemplar, un demócrata como pocos y el hombre clave de la transición y la pacificación de Chile. Y de fondo un solo mensaje: volver a los consensos, a los acuerdos y a la política de “en la medida de lo posible”.En definitiva, a perpetuar el neoliberalismo con ajustes igualitaristas.

Curioso que los políticos olviden que la política es justamente lo contrario: mover las barreras de lo posible y transformar los sueños en realidad, el proyecto en programa y el programa en acciones y leyes orientadas a construir un país mejor, al menos distinto.

El show mediático de sus funerales nos quiere hacer creer –como forma de construir realidad- que todo el país está pendiente y de duelo; que el funeral masivo a unido a la familia chilena y que este hombre bueno y estadista es un ejemplo que debemos seguir: austeridad –en un país dominado por la avaricia y la simulación-, capacidad de dialogo –en un país que no se escucha-, vocación de consenso –en un país dividido por la tesis de la retroexcavadora- y los valores de la familia, la justicia y la amistad cívica –que se pierden en una sociedad competitiva y mercantilizada-.

Esos mismos medios -que días tras día siembran miedo- olvidaron que a pocos metros una marcha de estudiantes congregaba a más de 100 mil manifestantes dando cuenta que otro Chile si es posible. Nos quieren hacer olvidar su rol de golpista en el gobierno de la Unidad Popular, su apoyo político inicial a la dictadura cívico-militar y que su gobierno sembró las bases estructurales para el Chile post-dictadura. Nos quieren hacer creer que este hombre de Estado fue el gran constructor de la democracia y la justicia, olvidando que fueron miles los que arriesgaron su vida para esa conquista; y, de paso, olvidar como Gabriel Valdés fue sacado de la carrera presidencial y Almeyda terminó apoyándolo desde la cárcel.

No hay que olvidar, que muchos contribuyeron a recuperar la democracia; pero, poco –entre ellos, Aylwin- a consolidar una “democracia protegida” y profundizar un modelo económico que mercantiliza la vida. No es cierto ni justo, que el ex presidente se lleve los honores y el lugar del gran constructor de la democracia: Aylwin, sólo fue la cara visible y el operador de un acuerdo tomado a fines de los ochentaentre los militares, la derecha y la oposición de la época: los mismos que hoy transitan por los tribunales y se reparten los privilegios del poder y el botín del Estado.

La élite política se ha dado tregua. Desde la UDI al PC han hecho “guardia de honor” y han olvidado –más bien escondido- por tres días sus diferencias. Altamirano llega a pedir perdón y Andrade da por terminada una época. La élite, cerrada en sí misma y con altos nivel de reproducción auto referente llora y rinde honores a uno de sus más conspicuos representantes. La élite, ante las miles de personas de “a pie” que llegan al “funeral/homenaje popular” y mediático ve luces y esperanzas no sólo de volver a ser querida y respetada por esos ciudadanos, sino también de revertir la crisis de confianza. Creen, haber captado el mensaje del pueblo –más que mal fue el Puma Rodríguez a los funerales-: hay que ser como Aylwin es la enseñanza y la ilusión. Esa, es la clave para salir del despeñadero. La llave maestra, no es el perdón.

La élite ha encontrado la fórmula para evitar el desmantelamiento del Chile neoliberal: el Chile de la salud y el bienestar mercantilizado, el Chile de la educación privada, el Chile dominado por el dinero, el Chile de las pensiones indignas, el Chile del agua privatizada y entregada al gran capital, el Chile de la enajenación minera, el Chile de la depredación del mar, el Chile de las forestales, el Chile de la inseguridad, el Chile de los mall, de las teleseries, de los reality, de los matinales y de la farándula, el Chile de la soberbia piñerista, de la confusión bacheletista, del iluminismo laguista y de la inconsecuencia y fragilidades de la Nueva Mayoría, el Chile de las grandes fortunas, el Chile de la impunidad y el Chile policial que nos sabe cómo resolver el problema de la Araucanía y de la seguridad de sus calles.

El funeral de Estado ha terminado no sólo por convencer a la élite política –y, por defecto a la empresarial- que ha llegado la hora de la restauración conservadora, de volver a los consensos, a los acuerdos, a las negociaciones cupulares y a la pacificación, sino también que el pacto DC-PS es la estabilidad de Chile.

La muerte del ex presidente –como hecho político- ha vuelto a unir a una élite que se estaba distanciando, y según muchos, ese hecho estaba destruyendo el país. Ahora, deben encontrar el hombre o la mujer pos-Bachelet que rescate la moderación, la gradualidad y evite la derrota definitiva de una élite que ha gobernado este país por casi 50 años.

Terminado el show mediático, nada ha cambiado y nada va cambiar. Son los mismos de ayer. Y mientras tanto, una nueva generación se abre paso en medio del terror de una élite que para mantener su lugar necesita anular la soberanía ciudadana. No hay políticos santos ni buenos. La política es cruda y brutal.

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