Y después de la (primera) propuesta constitucional, ¿qué?

Decir que el golpe de Estado fue inevitable no es una simple opinión. Es un acto. Un acto que borra la responsabilidad, cierra el conflicto y, en el último término, niega la libertad. Sí, esa misma libertad de la que muchos hacen gala, incluso al punto de llamarse libertarios.

Eso afirmó Evelyn Matthei. No fue un error. Fue una afirmación consistente con una lógica que se presenta como realismo, pero que en verdad hace pasar como necesario lo que fue una decisión política. Y no está sola. Kast, Kaiser y compañía no han inventado nada nuevo: solo ocupan el espacio que el discurso democrático dejó vacío.

Porque cuando el futuro se encoge, el pasado se vuelve campo de batalla.

La pregunta es por qué. ¿Por qué estas posiciones ganan terreno? No es que la gente haya olvidado el pasado, ni que haya perdido sentido ético. Lo que ha cambiado es que el presente ya no se experimenta como promesa. Cuando no hay proyecto, todo se vuelve administrable, relativizable. Y lo que era historia se convierte en relato disponible.

Lo que hay, entonces, es malestar. Pero no un malestar genérico ni fácilmente traducible en una demanda. Es la sensación de no tener lugar, de no estar representado, de no ser escuchado por una orden que promete inclusión, pero no entrega horizonte.

Y frente a eso, la política progresista ha respondido con gestión. Ha tecnificado su lenguaje, ha reemplazado la disputa de sentido por indicadores de desempeño. Pero el deseo político no se organiza por prestaciones. Se organiza por relaciones. Por la posibilidad de sentirse parte de un "nosotros" que convoca y no excluye.

Ese vacío se profundizó tras el rechazo de la primera propuesta constitucional. En vez de abrir una nueva conversación, la derrota quedó flotando como un cierre simbólico, como si ese "no" definiera todo lo que el progresismo puede imaginar. Y desde entonces, se ha hablado poco y se ha dicho menos.

La derecha ha llenado ese silencio con un discurso claro, aunque sea falso. Ofrece unidad nacional sin fisuras, orden sin conflictos, pertenencia sin preguntas. Lo que propone puede ser excluyente, pero representa. Y en política, lo que representa, convoca.

El desafío progresista no es imitar el lenguaje de las encuestas, ni tratar de mimetizarse con el malestar. Es nombrarlo con claridad, sin idealización, sin desprecio, y ofrecerle una salida colectiva, no solo una solución individual.

No basta con hablar de "derechos" o de "inclusión". Hay que tomar en serio las experiencias concretas -la inseguridad, los abusos, la desconfianza- y no tratarlas como exageraciones ni como errores de percepción. Las personas no solo quieren protección. También quieren reconocimiento. Quieren que alguien diga algo sobre lo que les pasó. Que el malestar tenga nombre y dirección.

Pero no todo es pérdida. Hay señales. Hay lugares donde aún se tramita lo común. En los barrios, en las escuelas, en las plazas. En los deportes colectivos. Son espacios donde, incluso brevemente, la vida vuelve a sentirse compartida.

Y por eso el progreso no puede seguir pensándose solo como bienestar individual o familiar. No es desarrollo si no incluye también una experiencia colectiva de mejora. De pertenencia. De vínculo. El desarrollo tiene que notarse también en la calle, en el barrio, en lo que se construye entre otros.

Las propuestas progresistas no pueden limitarse a mejorar ingresos o servicios. Tienen que responder también a esta pregunta: ¿Cómo vamos a vivir juntos? ¿Con quiénes? ¿En qué condiciones?

Porque si hay algo que el presente exige, es que el progreso sea repensado más allá del bienestar individual. Que el desarrollo deje de medirse solo en cifras y comience a evaluarse también en la experiencia común. Y que la política, si quiere seguir teniendo sentido, recupere los espacios de lo compartido -barrios, escuelas, plazas- no como simples áreas de gestión, sino como escenarios donde se vuelve posible imaginar, otra vez, una vida en común.

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