Desde inicios de los años 2000 hasta ahora, el apoyo de la sociedad chilena al aborto ha ido en aumento. Así lo muestran los datos de la encuesta del Centro de Asuntos Públicos (CEP) de 2023: Si en 1999 10% creía que el aborto debía ser una opción de las mujeres en cualquier caso, en 2023 esa cifra ascendió a 30%. Igual de decidor es que quienes pensaban que el aborto debía estar prohibido siempre, descendió de 55% a 19% en el mismo rango de tiempo.
En este escenario, el anuncio del Presidente Gabriel Boric sobre el ingreso de un proyecto de aborto legal permite que, más allá de nuestras legítimas diferencias, demos este debate en el marco de una sociedad democrática. Porque lo cierto es que el aborto en Chile existe, y que es un problema de salud pública del que el Estado debe hacerse cargo.
Históricamente, las razones de las mujeres para abortar han sido diversas. Violencia sexual, falta de acceso a centros de salud, riesgo de muerte de la gestante, embarazos no planificados, falta de educación sexual, escasa información y fallas de los anticonceptivos, entre otras. Esto último lo observamos en 2020, con las más de 200 mujeres forzadas a la maternidad debido a una falla en los anticonceptivos suministrados por el Estado, cuestión acreditada por el mismo gobierno de la época.
Negar esta realidad no soluciona el problema; al contrario, lo acrecienta. A esto se suma que la penalización del aborto fuera de las tres causales no permite recabar cifras precisas sobre la cantidad de mujeres que los realizan, ni de la tasa de mortalidad o daños físicos y psicológicos por practicarlos en condiciones inseguras. El único estudio nacional, elaborado en 1990, calculó 160.000 abortos inducidos anuales, mientras que otras estimaciones recientes apuntan a un rango de 60.000 a 300.000 abortos clandestinos al año.
Otro aspecto clave en esta discusión es que, en Chile, el factor económico es determinante a la hora de acceder a la interrupción del embarazo en condiciones seguras. Por eso el aborto legal resulta necesario, porque además de dejar de criminalizar a las mujeres, el Estado debe garantizar el derecho al acceso a la salud, y que este no dependa del bolsillo de cada una.
La trayectoria histórica en esta materia es igual de relevante. En 1989, lo último que hizo la junta militar fue derogar el aborto terapéutico, que estaba permitido desde 1931, a partir de las presiones de la Iglesia Católica, generando que se internalizara un falso discurso "pro vida" a nivel social. En otras palabras, la prohibición del aborto terapéutico significó un gran retroceso e impidió que, como país, siguiéramos avanzando en políticas más amplias que pongan al centro los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
Diputados de oposición han sostenido que esta no es una prioridad del país. Valdría la pena recordarles que, lejos de ser una demanda de un sector político específico, son las mujeres, que representan a más de la mitad de la población, las que han venido instalando esta demanda histórica, no exenta de matices y contraposiciones, desde hace décadas.
Esta discusión sobre la salud de las mujeres y sus derechos sexuales y reproductivos, además, no tiene por qué ser excluyente de otras discusiones centrales para la ciudadanía, como las de seguridad. Creer que nuestros derechos deben quedar relegados por la contingencia demuestra que, al menos para un sector político, las mujeres seguimos siendo ciudadanas de segunda clase.
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