Mientras los medios de comunicación y las redes sociales nos mantienen al tanto de los avances de la inteligencia artificial, parecen lejanos esos días en que, en una sesión de comisión para discutir la ley de Pesca, hizo noticia una intervención de un diputado que mencionaba a peces y moluscos sintientes, conscientes, y al estado mental de los mismos. En la polvareda que se levantó, comenzaron a aparecer informaciones previas que apoyarían esto, como por ejemplo peces que habrían aprendido a jugar fútbol. Y efectivamente, se viralizó un video sobre un ciudadano chino, Yang Tianxin, dueño de una granja de peces koi, que los ha entrenado para jugar fútbol. O algo así. En realidad, lo que hizo fue poner en la pecera una pelota, que los peces empujan con la boca, siendo recompensados con comida cada vez que entra al arco.
¿Qué diferencia este logro de un comportamiento instintivo? Una cosa es provocar una respuesta o un aprendizaje vía una asociación, como sucede con los perros de Ivan Pavlov o los peces de Yang, y otra es identificar en ello inteligencia, conciencia o sentimientos, en el sentido que los entendemos en los humanos.
Una intrigante evidencia de lo difícil de responder esta pregunta son los autómatas celulares, cuyo origen se remonta a los años '40, durante el proyecto Manhattan. Dos de sus científicos eran el polaco Stanislaw Ulam y el húngaro John Von Neumann. Ulam trabajaba en un problema de crecimiento de fluidos, basado en un modelo de celdas, mientras que a Von Neumann le interesaba el problema de sistemas autorreplicantes. Inicialmente, la idea de Von Neumann era un robot capaz de producir otro robot, pero para llevarlo a la práctica necesitaba algo así como un "mar de partes de robot", para que el robot pudiese construir otro. Ulam sugeriría tener un modelo discreto como sus celdas (a diferencia de la realidad continua), para tener un sistema más sencillo de autorreplicación, con celdas inicialmente en un cierto estado, que cambian en un instante posterior según el estado de las celdas vecinas. Esto es un autómata celular. Una idea sencilla, aparentemente demasiado, pero la verdad es que desde entonces, y sobre todo a medida que los computadores permitieron ejecutar reglas repetitivas con gran velocidad, los autómatas celulares demostraron una enorme versatilidad para describir fenómenos naturales. Incluso biológicos.
En 1970 nació el "Juego de la Vida", creado por el matemático John Conway. En una grilla en dos dimensiones, como un tablero de ajedrez, inicialmente hay sólo celdas blancas, salvo por algunas negras. Digamos que las celdas negras están "vivas", y las blancas "muertas". ¿Qué pasa al instante siguiente? Si una celda viva está rodeada de pocas celdas vivas (menos de dos), muere. Si una celda viva está rodeada de demasiadas celdas vivas (más de tres), también muere. Si una celda muerta está rodeada de suficientes celdas vivas (tres), se convierte en una celda viva. Podemos imaginar una analogía con algún animal que necesita de otros como él para vivir: Si hay suficientes en su entorno, se reproducen y nace un nuevo animal; si hay muy pocos, no tiene compañía, no puede reproducirse, y muere; si hay demasiados, compiten por el alimento y también muere.
Lo fascinante de este esquema es que, con distintas condiciones iniciales, se obtienen diversas figuras: Algunas nunca evolucionan, otras desaparecen espontáneamente, otras parecen moverse o incluso devorar a otras... un caldo de cultivo de seres artificiales, con vida aparentemente propia. Este autómata, en particular, capturó la imaginación de miles de personas al ser publicado en una revista de comunicación científica Scientific American, por un famoso divulgador científico, Martin Gardner, llamando la atención sobre este riquísimo campo de investigación sobre autómatas celulares, que no sólo invitaba a hacer preguntas muy abstractas y modelar de manera sencilla sistemas físicos complicados, sino que también hacía figuras bonitas que parecían vivas.
Gradualmente, a medida que el poder computacional aumentaba, simulaciones similares pudieron emular el movimiento colectivo de peces, lobos, aves u hormigas. ¿Tienen estas especies una inteligencia que les permite coordinarse con un objetivo común? Es una pregunta válida, pero la idea de autómatas celulares de Von Neumann y Ulam sugiere que no se necesita inteligencia, sino simplemente que cada individuo obedezca unas pocas reglas sencillas. La aparente inteligencia de las hormigas y peces puede ser más bien entendida como un fenómeno complejo, una coherencia que emerge de interacciones muy sencillas, y que no requieren realmente razonamiento, en el sentido que lo entendemos para el ser humano.
¿Son inteligentes los peces? Seguramente la respuesta no sea sí o no, porque hay más bien un continuo de comportamientos y desarrollos neuronales en la naturaleza, que dificultan distinguir los límites entre instinto e inteligencia, entre condicionamiento y razonamiento, o entre reflejo y sentimiento. Y justamente porque no es un tema sencillo, aquella curiosa indicación parlamentaria terminó cambiando el foco del debate de fondo sobre una ley estratégica. El tiempo dirá si, más allá de los memes, esto evoluciona en un debate inteligente.
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