“A los que todavía creen que es necesario seguir cantando para espantar los males”.(Nelson Schwenke)
La primera vez que supe de Nelson Schwenke no sabía que era él, y menos que su persona no era una sino tres, y ni siquiera.
No muy consciente de lo que escuchaba, o de no pensar en ello de tanto que se oía en casa gracias a mi hermana que no dejaba de cantarlo, su música era cosa de todos los días… cotidiana, muy sensible a lo que ocurría puertas adentro y puertas afuera.
Culpable de una cierta sensación de que las cosas eran una y no por eso exentas de contradicción, también era representante de una época anterior a lo desechable, cuando la cinta de los cassette se enmendaba con esmalte de uñas o un trocito de scotch, y las heridas del tiempo podían serlo con un abrazo de mamá, o con su insistente y sumada presencia en comisarías y cuarteles.
Terrible clase de actualidad y diario acompañante, con él partí a la universidad precisamente en Valdivia, donde a pesar de la dictadura de esos años se escuchaba más fuerte, quizá si porque el ruido de la lluvia enmudecía sus metáforas, acaso porque la autoridad de entonces no podía entenderlas.
Música de lugar, sus canciones estaban por doquier: en las casas de techo rojo que poblaban la ciudad, en la calle Picarte o cruzando el río, y cómo no en el mercado fluvial que ya había sido hecho canción (“Lluvias del sur”, Vol. 1, 1983). Sin que nadie la entonara, ahí estaba, retratando musicalmente el estado de las cosas, hablando de antropología aún antes de que supiera qué era y se tornara necesidad.
Canto también de época, suya era la voz que se empuñaba en peñas y encuentros universitarios, dulce como la diabetes que acusa el edulcorado de lo inconsistente, y aguda como el lápiz grafito que es capaz de borrarse después de llegar a destino.
Ajeno a ese afán de la permanencia, de a poco fui entendiendo lo que otros ya venían haciendo: que en esa voz habían otras voces, y que por eso podía estar en boca de todos y de nadie… anidada en la colectiva autoría de todos los días, amplificada en la vocería muchedumbre de su anonimato.
Afín a todo ello, a continuación supe que también era Marcelo, hermosa paridad de música y letra, número entero que era más que la pura matemática de sus partes.
Sin imaginarlo entonces, no pensé que si “el río murmura la canción/ que le enseñaron los dioses”, como enigmáticamente escribe Riedemann en Isla del rey (“La casa junto al río”, p. 9, 2003), podía ser por eso que él era Nilo y juntos el Calle-Calle, que ya antes había sido Ainilebu como después era el Cruces, Valdivia y todo ese caudal de nombres propios, mapa, territorio.
Enjambre de muchos brazos, eso vino después, cuando el maremoto descrito en “Valdivia 1960” (Vol. 2, 1987) trajo de vuelta al Canelos, ese gran barco de carga que aunque tumbado y hundido seguía vivo en su muerte (“El Canelos”, Vol. 1, 1983). Y cuando su posibilidad, hecha oxímoron e indisciplina, no podía contentarse con la pregunta por la autoría de sus versos o el género del que eran expresión.
Entonces, cuando no podía ser solo poesía y se había expuesto al sol su esqueleto, la aparición de Karra Maw’n y de su autor llegó a revolverlo todo: al dúo, como una cifra indecible en la representación numérica que le correspondía; a la historia, como una disciplina “que sólo recolecta/ monedas falsas” (“Infancia del cronista”, p. 73, 1984); al sur patrio, como un álbum familiar al que le habían/habíamos arrancado varias de sus mejores páginas; y al presente universitario, el propio, como uno incompleto si era hecho únicamente en la sala de clases.
Fuera de ella, fue ahí donde la lectura de ese bello poemario se fue abriendo como crónica y etnografía, y los límites disciplinarios, por el contrario, reduciéndose a eso: límite, mas no frontera, intercampo o memorial… esa conjunción de voces incontenible en el papel, papel no atribuible a un único actor, y actoría en ningún caso resultado de su autoría en firma y expropiación.
Voz de la tribu, luego de ello fue cada vez más evidente que Schwenke & Nilo era sur, aquel centro dislocado por la metrópoli, ese otro norte que solo una convención cartográfica había dibujado abajo en mapas e imaginario. Y desde donde la escritura de Clemente y Nelson, y el canto con Marcelo, eran más que sus dos apellidos o el valor que en talento y creatividad personal se les podía adjudicar.
Mucho más y lejos del canon y la exposición, el hecho que celebraran que su producción circulara en copias o se transara en veredas al margen de sus propios bolsillos, solo vino a reforzar su crítica al tipo de sociedad en que nos estábamos convirtiendo, incluidos ellos mismos (“Nos fuimos quedando en silencio”, Vol. 1, 1983).
Adelantado en 1980 por el propio Nelson cuando llamara “a la conciencia del trabajo en conjunto” y a “des-adormecer la cultura chilena” (El viaje de Schwenke & Nilo, p. 14, 1989), su prematura muerte, ocurrida en junio de 2012 mientras caminaba hablando por teléfono entre Bilbao y Lyon, terminó por hacer cierta una de las más preclaras y paradójicas imágenes poéticas del grupo: que el nuestro, seguía siendo un país sin avenidas (“Entre el nicho y la cesárea”, Vol. 1, 1983).
Pues bien, en la esperanza de que deje de serlo, y tal como en la sentida “Oración por Marilyn Monroe” de Ernesto Cardenal (1965), yo también quisiera que seas Tú, Señor, el que haya estado hablando con él. En mi caso, sin embargo, no porque sea especialmente creyente como estos dos vates de la poesía nuestra, sino por la necesidad de que la risa a que se apela en esa canción no deje de sostenernos.
Y porque creo, además, que a través de esas empobrecidas alamedas sí debería pasar, y llegar a destino, la carta con el sello postal que precede a esos versos.
¿La razón? Porque me gusta pensar que somos ese destinatario, que fue hecha para todos y por todos, y que es por eso que cada vez que la escucho no puedo dejar de llorar pero tampoco de reír… como le habría gustado a Nelson, como imagino que escribió Clemente, y como, ninguna duda, se merece Marcelo.
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