La bailarina y el poeta

De sangre irlandesa y frecuente blanco de los dardos de Cupido fue la jacobina Isadora Duncan, nacida en San Francisco en 1877. Su madre, Mary Dora Gray, profesora de piano, le inculcó la manía del desorden, el desprecio del dinero (nunca suficiente para su futuro y vertiginoso tren de gastos), el culto de la belleza y su amor por Grecia. El padre, Charles Duncan, rubio y seductor graduado en Oxford, aburrido de esa Roma anglicana y resuelto a hacer fortuna, pidió prestados unos cientos de libras y emigró a EEUU.

Se casó con Mary y tuvieron varios hijos; después de un bochornoso percance bancario, la abandonó por una rica heredera.

Isadora, junto con su afición al baile, desde niña fue una gran lectora: Dickens, Thackeray, Shakespeare, clásicos franceses, españoles, italianos, griegos. Asimismo, detestaba la santificación escolar de la memoria, esencia de una educación productora de prosélitos del orden establecido.Piezas de una máquina antes que verdaderos individuos.

De su estampa, decía Proust: “Es difícil juzgarla, porque juzgar es comparar y ningún elemento de su persona se encuentra en otra, ni en ninguna otra parte. Pero todo el misterio de su belleza reside en el destello, en el enigma sobre todo el de sus ojos. Nunca vi mujer tan bella…”

A la manera wagneriana, concebía su vocación como una liturgia, y se declaraba enemiga del ballet, género absurdo y ajeno al arte.

“¿Se da usted cuenta -le decía a Diaghilev, notable manager artístico- de lo que ha hecho el ballet con el cuerpo de la mujer? ¡Es un escándalo! ¡En lugar de enseñar hombros y piernas desnudos, los envuelve en maillots de color carne! ¡Un insulto a la belleza femenina! ¡Y esas zapatillas estrechas que oprimen el pie como un torturante borceguí! Desnaturaliza a la mujer. Yo quiero devolverla a sí misma. Que no sienta vergüenza de su cuerpo. Que se atreva a mostrarlo. Por eso asusto tanto a los puritanos.”

Aún así, en su primera gira por Rusia, 1905, bailando en San Petersburgo, cosechó elogios de las grandes. La misma Anna Pavlova declaró que tenía mucho que aprender de ella, aunque con seguridad no ignoraba estas lapidarias opiniones.

“La danza pensó que podría funcionar por sí sola y por eso llegó a esa herejía: el ballet clásico. En tiempos de Sófocles, danza, poesía, música, dramaturgia y arquitectura, formaban un todo armónico y manifestaban una emoción única de diferentes maneras.”

Sobre el Jazz no era menos conflictiva. "Decir que esa música de salvajes pasa por ser el alma de Norteamérica. ¡Es monstruoso! Ningún compositor ha conseguido todavía plasmar el poderoso ritmo de las Montañas Rocallosas”.

Entre sus múltiples incursiones amorosas –con algunos escarceos en la praxis sáfica- destacan principalmente Paris Singer y Serguei Esenin.

Paris, heredero del inventor de las afamadas y ecuménicas máquinas de coser, consideraba a la poesía “cosa de maricones o de comunistas”, personificándola en Walt Whitman. Isadora recibió de él constante apoyo económico, y, si bien tuvieron un hijo, nunca admitió sus propuestas matrimoniales.

En 1921 sería invitada a visitar la Rusia soviética, y aceptó entusiasmada bailar para las masas trabajadoras, desechando dramáticas advertencias de rusas exiliadas: “¡En nombre del Cielo, no vaya usted, allí ocurren cosas atroces!”

En Moscú instaló su escuela en un antiguo palacio donde le permitieron tener hasta cuarenta alumnas, pero “sin subvención, camarada”.

Por esos años, según aclara Bulgakov en El maestro y Margarita, artistas e intelectuales fueron niños mimados del régimen. Ajena a la ley de racionamiento, la intelligentsia rusa ignoraba alegremente la cuaresma general. En el restaurante de la Sociedad de Escritores no era difícil conseguir esturión con cangrejo, codorniz a la genovesa o escalopas de ternera. El vodka y el champán “corrían ligeros como un alguacil” en las fiestas de los Imaginistas.

En aquel ambiente, no se podría decir con certeza si ella sumó al poeta Esenin a la serie indeterminada de sus conquistas o fue éste, como en El pájaro de fuego, quien la agarró por las plumas. Como fuera, Eros y Dionisos auspiciaron ese himeneo pleno de genio, locura y alcohol.Juntos viajaron por Europa y EEUU, y cuando un periodista le recordó sus antiguas admoniciones, “ningún movimiento feminista podrá llamarse movimiento de independencia si sus miembros no han jurado abolir el matrimonio, la más humillante y absurda de todas las instituciones humanas”,justificó su única boda diciendo: me casé con Serguei para que pudiera salir de Rusia.

Esenin, cuya lírica evoca el cuerno de la abundancia y las fiestas del otoño bailando con las muchachas entre los claros de los abedules, gozaba, al decir de Pasternak, de una condición artística superior, el elemento mozartiano.

También cargó la pesada cruz del suicidio, ahorcándose en diciembre de 1925 en un hotel de Leningrado. Antes escribió con su sangre:

“Morir no entraña nada nuevo
pero ¿qué hay de nuevo en vivir?”

Para Isadora, luego de algún éxito en Francia, pronto llegaría la decadencia total. Sin rumbo, gorda y cincuentona, bebía ginebras desastrosas en bares de última. Quizá recordando con ira esa afirmación de Esenin, “una bailarina nunca será una gran artista pues su gloria desaparece en el momento de su muerte”. Hondamente afligida por la absurda pérdida de sus dos pequeños hijos, ahogados en el Sena: el chofer, al revisar el motor, olvidó frenar el auto en una pendiente de la orilla.

Muy lejos del consagratorio y primaveral debut en el teatro Urania de Budapest, donde bailó hasta la Marcha Rakoczy, himno nacional de los húngaros, el final la sorprende a bordo de un Bugatti o Amilcar, estrangulada por su larga chalina enredada en una de las ruedas traseras.

Por muchos es considerada creadora de la danza moderna.

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