Danza, música y poesía. Las tres prácticas sensibles griegas fundamentadas sobre la base del ritmo (triúnica choreia) confluyen en las tensiones y distensiones de la cueca.
Así señala Rodríguez Arancibia, “la cueca chilena es una danza hermosa, liviana, impregnada de alegría, que envuelve en su triple forma: poética, musical y coreográfica, la personalidad integral del hombre de nuestro pueblo y, especialmente, de nuestra gente campesina”.
Y precisamente su naturaleza multifocal permite que se le impriman las características de la sociedad y cosmovisión en la cual se ha desarrollado en el espacio y en el tiempo, permeándose de la humanidad de compositores, escritores e intérpretes.
La sociedad colonial se encontraba formada principalmente por españoles, criollos, mestizos, indígenas, mulatos y negros, replicándose en general el estratificado esquema europeo sustentado sobre la base de la aristocracia, la plebe y una incipiente burguesía.
Por su parte, la configuración de las ciudades constituían también un correlato de aquello, desde que mantenían una clara distinción entre lo rural y lo urbano.
Mientras el primero era el espacio de los letrados hispanos, la civilización, el buen vivir y los poderes públicos, en el segundo en tanto, confluían el bajo pueblo, lo tosco y la tradición amerindia.
Ello facilitó y posibilitó la dominación de este último grupo, en el sentido de que su relegación a una zona geográficamente periférica, coincide con la intención de excluirlos de la ciudad y destinarlos a funciones productivas.
Así, la ciudad se torna en un espacio normativo social, tanto desde lo religioso como político, siguiéndose en esto muy probablemente el modelo ibérico, por el cual se facilitaría una conquista que se creía asentada.
A lo anterior cabe agregar que durante los siglos XVII y XVIII, la música prácticamente era privativa del ámbito militar y religioso, probablemente por inspiración de una Ilustración que no veía con buenos ojos las fiestas que exacerbaban los afectos y no la razón, aunque ello no logró erradicar en la colonia, festejos que duraban varios días, en los cuales se interpretaban igualmente melodías populares.
Por otra parte, esta fuerte segregación se reflejaba además en la percepción del mestizaje como peligroso (principios del siglo XVII) por atentar contra la pureza de sangre, dictándose normas desde España que tenían por objeto mantener un entramado social fundamentado sobre la base del color de piel, siendo el blanco el más privilegiado.
No obstante, como es natural ello no se pudo evitar, apareciendo entonces un imaginario que en ocasiones era héroe y, en otras, villano, pero que siempre representa nuestra identidad nacional, adquiriendo distintas denominaciones y características.
Lo encontraremos en el matadero, en el campo, en la guerra, en las chinganas e incluso en la figura de Pedro Urdemales, por citar sólo algunos ejemplos. Señala Claro-Valdés: “este es el mestizo por excelencia, el ‘gallo’ (…), aquel que en Chile simboliza al ‘roto’, aquel personaje indómito que es capaz de erguirse como un toro, pero cuyo nombre leído al revés, siguiendo la costumbre árabe de leer de derecha a izquierda, quedaría para siempre en ‘roto’ (toro=roto) minimizando, de esta manera, la estirpe y valía de este líder popular”.
Este individuo, adquirió una personalidad propia, motivado por el rechazo que en ocasiones sufría tanto por sus antepasados europeos como indígenas, lo que derivó también en manifestaciones culturales que lo distanciaban de unos y otros.
Con todo, en el siglo XVIII en el ámbito rural se lo identificó con el huaso, esto es, “con sus hábitos de trabajo, afición a las fiestas, música y baile, ocasiones en que lucía engalanadas prendas y, en medio de las libaciones, hacía alarde de fantasiosas aventuras”.
El “roto” en tanto, vivía en las ciudades y se le consideraba “pobre, desocupado, sin oficio ni educación, jugador y pendenciero, aficionado a la bebida, trabajador esporádico y con salarios ínfimos” (Silva Galdames).
Con todo, esta percepción será abandonada, retomada y luego nuevamente desahuciada, según avance nuestra historia y principalmente varíen los valores ensalzados o despreciados por la sociedad, llegando a ostentar incluso una representación en la mayoría de las ciudades del país, a partir de la de la plaza Yungay.
Ello incidirá en la aparición de distintas formas de cueca: la de cuartetos de huasos, de salón, brava, chora, entre otras.
Ahora bien, este sujeto se constituye en el receptor de la tradición propia chilena que se va a ir forjando a lo largo de nuestra historia, incluyendo la musical, y se transformará también en el medio idóneo de transmitir la cueca hasta nuestros días.
Ya arribado el siglo XVIII, se extiende la interpretación musical en ambientes privados y familiares, tales como tertulias y fiestas - por influencia de las prácticas francesas - en las cuales se bailaban danzas, francesas, inglesas, españolas y chilenas, y ya en el siglo XIX la zamacueca.
Es en este escenario en el cual comienza a forjarse el ideario emancipador, imbuyéndose y recurriendo también a ella, los padres de la patria y los posteriores gobernantes.
Así, señalará el araucano Kilapan: “La cueca es el primer grito de la Independencia de Chile”.
La estructura social, por su parte, no va a variar mucho, sino hasta bien entrada la República. Lo anterior, por cuanto el sistema colonial, se entrelazará con la realidad decimonónica mediante cauces de continuidad y cambio de carácter difuso, lo que se vio favorecido por una participación tardía del Estado en materia de educación artística.
Se mantuvo también la segregación geográfica, manifestándose también una distinción en la estética de la cueca entre aquella propia de una elite orientada hacia los gustos europeos - particularmente franceses -, y aquella otra que se mantuvo en la periferia.
En este sentido, esta fiesta ritual que según Rojas, nos distingue como pueblo mestizo, también se permeará de las características de una sociedad estratificada y diversa. Por ejemplo, en Santiago se muestra marginal en la Chimba y aristocrática allende el Mapocho.
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