“Uno se va quedando con la mitad
con la mitad de la mitad”. (Schwenke & Nilo)
¿Cómo pasamos del sueño de la casa propia, sueño esquivo pero sueño al fin, a la media agua como solución habitacional, eslogan de una cara, ya que no de dos, la de un país que a medias mira el techo y sentido de su posibilidad?
¿En qué momento pasamos de ser el lindo país esquina con vista al mar que fuimos, todo tiempo pasado fue mejor, ¡qué horror!, al patio trasero de la industria hotelera y asociada que infesta nuestras playas, otrora cantado y democrático mar que ya no nos baña, a todos?
¿Realmente somos el asilo contra la opresión, destino feliz para extranjeros e inmigrantes que ven cómo se quiere en Chile al amigo cuando es forastero?
¿De qué modo esa aspiración, y esa imagen y promesa de nosotros mismos, fue quedando a la mitad, o a la mitad de la mitad, reducida en su horizonte pero ampliada en su evidente falta de logro?
“Lo prometido es deuda”, dice una de las tristemente célebres campañas de Andha Chile, la asociación de deudores habitacionales que cada tanto nos recuerda que esa deuda ya no es la de un país que orgulloso paga sus promesas, sino la suya, la de muchos de nosotros, inflada de intereses, y hecha lucro y enriquecimiento. O indiferencia, esa que nos hace mirar a un costado cuando el robo tiene rostro de desalojo o viste traje y corbata, e hinchar las venas de indignación, y arresto ciudadano tal como se le conoce hoy, cuando viene hecho de a pie, en forma de lanzazo o vulgar cartereo.
“Recinto privado, prohibido el paso”, por su parte se puede leer en muchos lugares de nuestras costas, mientras que en otros, ¡también de libre acceso!, éste es denegado por carteles invisibles, pero más efectivos, y que silenciosos levantan infranqueables murallones de violencia y segregación. Y que de paso, como coinciden los especialistas, ayudan a sostener esa actitud basal de la discriminación –unos allá, otros acá–, principio de orden y autoridad de un modo, brutal principio de autoritarismo de otro.
El 46% de los chilenos está de acuerdo con la frase “no se debería permitir el ingreso de cualquier inmigrante al país”, según los resultados de la Encuesta Nacional de Derechos Humanos 2015 del Instituto Nacional de Derechos Humanos, revelando con ello una actitud de puertas cerradas, contraria y muy desconocedora de esa otra evidencia que señala que por cada inmigrante que llega al país, dos connacionales salen de el buscando una América donde tentar suerte, esa especie de ADN fundacional que portamos como naciones. Y transnacional, que nos lleva a seguir de largo y andar, tal como la historia ha dicho que ha sido aquí y en otros países de la región de que también somos parte.
Canto al domicilio pero sin acceso a el, apropiación y privatización de lo público, y una cuestionable defensa de una propiedad que claramente no es nuestra, su resultado, leído de muchos modos, difícilmente lo sea como desposesión, falta de solidaridad o pérdida de la capacidad de soñar, mientras la fuga que representa, gota a gota como las goteras de nuestro país, no sea apuntada como tal.
Mientras, no se reconozca que “está cayendo esta lluvia/ [y] qué lejos estoy de casa”, tal como cantan los autores del verso que abre esta opinión, no podremos reclamar por nuestra otra mitad, apreciarla como pérdida ni experimentar la ausencia de lo que se va pero debería estar acá. Con nosotros. Porque debería.
“Pero bue”, habría que decir, tal como a medias suele decir un comentarista de esta misma emisora para recalcar su resignación argumental frente a la inercia de las cosas y de quienes las hacen más inertes.
“Pero bue”, no habría que repetir, como medio hacemos todos convencidos de que hablar así nos devuelve a alguna parte, remarcando el argumento y esa sensación de la cosa dicha y la molestia, pero que poco agrega y menos ayuda a combatir la significación de lo que se ha instalado como el estado natural de las cosas.
Porque no es bueno, y mucho menos bue, que 40 años de trabajo asalariado e imposición deban resignarse, porque así se ha establecido por ejemplo, y que en consecuencia haya que quedarse con la mitad, o la mitad de la mitad, de lo que por derecho nos pertenece: una jubilación digna y el derecho a ser personas enteras, no la mitad de alguien, ese medio pollo que trabaja para otro al que no conocemos, pero que administra y se enriquece con nuestra desposesión diaria, todos los días.No es bueno.
Y tampoco cierto que “los hombres que han cotizado por 30 años o más, tienen pensiones en promedio superiores a los $650.000”, como ha dicho Piñera, el hermano. Pues no lo es.
Ni que “este modelo económico ha salvado a Chile de la pobreza, que es lo más importante”, porque no ha ocurrido. Ni ocurrirá.
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