Trump y la banalidad del mal

Aun cuando las protestas han obligado hoy a dar marcha atrás a la feroz política de Trump de separar a hijas e hijos de sus familiares, las escenas de estos últimos días son difíciles de olvidar:  niñas y niños arrancados de sus padres son encarcelados en gallineros improvisados, amontonados como trozos de carne sin nombre.

De acuerdo al diario El País, 2.300 niños y niñas han sido separados de sus padres desde abril a la fecha por el gobierno de Estados Unidos. La misma nación que no figura entre los firmantes de la Convención Internacional de los Derechos del Niño porque no cree en regulaciones supranacionales, la misma que permitió hasta 2005 la pena de muerte para niñas y niños en varios de sus Estados, la misma que avala a países que violan sistemáticamente los derechos de niñas y niños en el mundo entero.

Ahí, confiscados como si fueran materia inerte, en centros de detención de la Patrulla Fronteriza, queda de manifiesto que la vida de estas niñas y niños no tiene valor alguno y en la invisibilidad de su prisión son sometidos a tratos crueles, inhumanos y degradantes, bajo la observación del mundo entero.

Esto no es nuevo, gracias a algunas fotos erróneas nos enteramos que ya en 2014 la Associated Press había fotografiado la espantosa imagen de niños enjaulados en la frontera de Arizona. Obama entonces también utilizó este mecanismo para ¿disuadir? la migración. Así que tenemos a dos gobiernos sorprendidos en la mayor de las crueldades y que tendrán que justificar lo injustificable, probablemente con la misma torpeza que dejó ver la vocera Sarah Sanders hace un par de días.

¿Qué es lo que nos hace permisible tanta crueldad? Es una pregunta que nunca termina de contestarse.

Como señala Hannah Arendt en su libro Eichman en Jerusalen, muchas de estas crueldades son ejecutadas por individuos que no llegan a reflexionar sobre el acto mismo, sino que forman parte de sistemas complejos de dominación y obediencia, que permiten que las personas lleguen a actos deleznables e inhumanos. Hay algo ignorante en esa violencia, que nos debe poner en alerta sobre la posibilidad de repetirla irreflexivamente.

El gesto grosero y violento de la administración Trump, debe servir también para remitirnos a nuestras propias crueldades. Hace no mucho tiempo atrás la opinión pública chilena dejó ver con una brutalidad similar, su rechazo a la migración haitiana, como antes lo hizo con la colombiana y previamente con la peruana. Una hostilidad retratada una y otra vez en las redes sociales, en pequeños videos virales, en los matinales, noticieros y por supuesto en las conversaciones triviales en las que la raza es invocada una y otra vez.

Vistas a la distancia, las cárceles improvisadas de Trump se ven espeluznantes, pero ¿qué hay de nuestra propia relación con la migración hoy? ¿Cuántos prejuicios son regados sobre las “características” de tal o cual tipo de migrante? ¿Cuánto nacionalismo irracional dejamos que escuchen las niñas y niños en nuestro país? ¿Cuánto odio permitimos que se expanda sin límites? ¿Cuántos de nosotros podríamos convertirnos en carceleros de niñas y niñas de otro color, de otra nacionalidad? El horror tiene caminos populares y si estas ideas no se detienen con la fuerza suficiente, se corre el riesgo de repetir las conductas que ahora condenamos.

Pero este caso no solo nos cuestiona sobre el problema de la migración, también nos puede hacer pensar en la capacidad que tenemos como sociedad de maltratar a la niñez o esas vidas sin valor, que en Chile sometemos a sistemas extremos de violencia institucional como el Sename, cuyas celdas también esconden los mayores horrores y donde miles de vidas se han perdido. La crueldad con la infancia que todos los gobiernos prometen detener.

¿Cómo es posible que viendo tanta muerte y maltrato no hayamos hecho algo ya? ¿Por qué nos apresuramos a castigar a los adolescentes infractores pidiendo endurecimiento de penas y baja de la edad de imputabilidad, si no hemos sido capaces de darle a la niñez chilena una mínima ley de garantía de derechos? ¿Cuantas comisiones más tendrán que pasar para que definitivamente se entienda que se está cometiendo la mayor de las atrocidades día a día?

Las cárceles para niñas y niños migrantes del gobierno de Trump son inhumanas, brutales. Las imágenes encogen el corazón e indignan. Son un látigo inmenso que subyuga a los débiles sin piedad.

Sin embargo, no podemos sólo juzgar aquello que vemos como la extrema violencia lejos de nuestras narices, sino que debemos pelear contra nuestros propios monstruos de sadismo e indolencia, reflexionar como sociedad sobre nuestras propias violencias, tener la capacidad de debatir, de tomar acciones para evitar quedar inmersos en la ignorancia brutal y la banalidad del mal.

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