Una muerte, tantas muertes

El día lunes en dependencias del Servicio Nacional de Menores falleció una niña de once años por un paro cardio-respiratorio. La muerte de una niña no puede sino conmovernos, pero la conmoción se convierte en horror cuando caemos en la cuenta que además esa niña está internada en un centro de protección del Estado, para protegerla, por ser víctima de –quizás muchas- vulneraciones de derechos.

Que la protección termine siendo una condena, es algo que ha sido tan naturalizado que cuando la directora del SENAME entrega una explicación que sugiere, o al menos eso entiendo yo, que la niña murió de pena, nadie se pregunta por qué, en primer lugar, una niña de once años está durante tanto tiempo privada de libertad.

Cuando se expone a la niña y su familia al escrutinio público, al mismo tiempo que se evade la responsabilidad de la mirada crítica sobre el propio actuar de la institución, se devuelve perversamente la culpa a las mismas personas que, producto de condiciones de exclusión social, terminan siendo sujetos de la acción de estos programas.

Porque el SENAME no está preocupado de todos los niños, sino que específicamente de algunos niños, aquellos provenientes de familias de sectores populares, frecuentemente en situaciones de pobreza y que de alguna manera se constituyen en sujetos indóciles, a quienes se busca domesticar por la vía de la internación, la intervención psicosocial o la medicalización.

Cuando Marcela Labraña dice que el Servicio Nacional de Menores “hizo todo lo posible para salvar la vida de la niña”omite, que mucho de lo que el propio Estado hizo, contribuyó a su condición de vulnerabilidad.

Esto no es novedad. Cualquiera que se haya relacionado con las instituciones del SENAME, sabe que en un gran porcentaje, esta institución alberga a niños y niñas pobres, que reciben por toda intervención un control estatal intenso, que no es capaz de constituirse en una solución efectiva a sus problemáticas. Dependen del esfuerzo de los trabajadores que en condiciones de máxima precariedad laboral, hacen aquello que les es posible, en ausencia total de regulación.

Lo sabemos porque hace 25 años atrás firmamos la Convención Internacional de los Derechos del Niño y en ese acto nos comprometimos como país a enviar informes periódicos al Comité de los Derechos del niño, el que nos ha hecho saber en, a lo menos tres informes de observaciones, que en Chile los derechos de niños, niñas y jóvenes menores de dieciocho años, no son respetados. 

Y esto es, quizás, lo que más estremece: saber que a esta muerte la anteceden otras muertes, otros horrores más o menos conocidos, jóvenes que se suicidan en los centros del mismo servicio, otros que encuentran dentro de sus dependencias el abuso y el maltrato del que se supone han sido salvados, niños y niñas cuyas trayectorias de vida quedan marcadas con el estigma de su paso por el sistema. Porque a esta niña no sólo no la vinieron a ver el día domingo, no sólo ese día tuvo pena o angustia.

Los niños y niñas que pasan por los recintos residenciales del Servicio Nacional de Menores son sometidos a diagnósticos reiterados, diversas intervenciones psicosociales, privados de libertad, reciben fármacos para morigerar su angustia y son entrevistados por psicólogos y trabajadores sociales para examinar su vida sin recibir a cambio una atención que verdaderamente pueda protegerlos de la tremenda injusticia que significa haber nacido en un país donde los niños y niñas no han sido –ni son- prioridad.

Quizás no se ha entendido antes, que cuando hemos exigido un debate social abierto a propósito del proyecto “Ley de Garantías de Derechos de la Niñez” y la institucionalidad asociada a el, lo que queremos es que esto no siga sucediendo.

Que como sociedad hemos avalado y hemos sido cómplices de una larga historia de acciones de violencia sobre niños y niñas que entre otras cosas, como hemos visto a propósito de esta pequeña niña, pueden resultar en la muerte.

Cuando pedimos que se transparenten las condiciones de posibilidad de una verdadera transformación en este ámbito, no queremos una consulta ciudadana, queremos que como sociedad nos abramos a la pregunta por la forma en que consideraremos a los niños, niñas y adolescentes, cuál será el estatuto que tendrán, qué derechos sociales estamos dispuestos a garantizarles, de qué recursos económicos dispondremos, en definitiva, de qué manera se materializarán efectivamente todas aquellas buenas intenciones vertidas en el proyecto.

Porque no podemos permitir nuevamente soluciones a medias, porque no queremos más violencia ni más muerte, nos parece una tarea insoslayable que este Gobierno, de manera democrática, considerando la participación de la sociedad, construya una institucionalidad que vaya, más allá de los meros actos declarativos, en la dirección de ofrecer garantía a los niños y niñas de un trato digno, respetuoso de sus derechos y al máximo de nuestras posibilidades.

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