Este martes se votará en la Cámara de Diputados la reforma al Código de Aguas. Luego de cinco años de tramitación, el proyecto que modifica una de las leyes emblema del sistema neoliberal chileno pasará su primera gran prueba de fuego. Primera porque superada esta etapa continuará su camino legislativo en el Senado.
El Código de Aguas (1981), junto a la Ley General de Servicios Eléctricos (1982) y el Código de Minería (1983), es uno de los puntales de la legislación post Constitución de 1980 que legitima la mercantilización a todo evento. En este caso de la naturaleza. En otras normativas, de derechos sociales como la salud, la educación, la energía.
El agua es vital para la existencia humana. ¡Qué duda cabe! Pero aún así, en la institucionalidad nacional el Estado no tiene mayores atribuciones para decidir sobre su destino toda vez que los derechos que se entregan a los particulares tienen calidad de propiedad perpetua. Tampoco puede combatir la especulación ni el acaparamiento, ni privilegiar un uso por sobre otro. Por muy necesario que esto sea.
Aunque acceder al agua es esencial para la vida de los seres humanos, el derroche para quien posee los derechos no conlleva infracción alguna. Extrememos, al dueño del agua la ley le permite regar un vehículo mientras a sus vecinos se les niega. ¿Es esto justo? El mercado dice que sí. El sentido común basado en la ética para la vida, que no.
Porque más allá de las discusiones técnicas que abogados y ex directores de la DGA como Rodrigo Weisner y Matías Desmadryl impulsan para legitimar el agua como un bien privado, la discusión es ética.
Quienes desde el ámbito empresarial controlador de los derechos de agua llaman por estos días a movilizarse en contra de la reforma están poniendo sus particulares intereses por sobre los colectivos. Los de la Sociedad Nacional de Agricultura, de la Asociación de Generadoras, del Consejo Minero, de la Sociedad Nacional de Minería.
Y, hay que reconocer, también existen aquellos sectores que sin ser privilegiados están dispuestos a marchar para mantener sus pequeños beneficios en un sistema injusto, sin importar los perjuicios que genera en otros. Lo vimos en las reformas tributaria y educacional, y lo veremos de seguro en toda transformación que aborde el corazón mismo del modelo individualista, mercantil y poco solidario en que vivimos.
Las 110 cuencas sobre otorgadas y las 41 comunas en Chile donde el Estado debe suministrar agua mediante camiones aljibe así lo reflejan. Los secos ríos Loa y Copiapó son el mejor y más dramático ejemplo de los problemas de gestión de este fundamental recurso, donde el que tiene más dinero tiene derecho a su control. Y claro, difícil que una comunidad carenciada de cientos de pobladores pueda competir con las utilidades que genera una empresa minera, una hidroeléctrica o una lucrativa plantación de paltas.
El problema acá no es si el Estado se apropiará o no de los derechos constituidos, que es como lo han hecho ver quienes no pagaron un peso por el agua que poseen ya que el sistema vigente la entrega gratuitamente y a perpetuidad, sino cómo hacemos para vivir en dignidad todos quienes este país habitamos.
Es esa la disyuntiva que se vivirá hoy. Donde los ciudadanos podremos ver de qué lado están los diputados: del agua como un bien común o de ésta como una mercancía. Los que quieren que todo siga igual o los que quieren la realidad cambiar, en un escenario de mayor escasez y cambio climático.
Tal es una pregunta fundamental, ya que aunque esta reforma se queda corta en lo que se requiere realmente, para eso debemos apuntar a la Constitución, es un paso en la dirección correcta que Chile debe comenzar a recorrer.
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